viernes, 9 de abril de 2010

PAYOS EN CUPAJO. Un cuento del Tata Herrera.

 Fotografía de Ricardo Soto Pérez
 
    Al rigor de la siesta pasaron los Díaz. Una pequeña bandada de avechuchos blancos asentada sobre la alta carga de la jardinera. Los seguimos. Habíamos encontrado motivo para gastar la siesta en algo nuevo. Nos deteníamos a tomar sombra bajo los escasos árboles que bordeaban el camino, pacientes tras el cansino paso de los caballos de tiro. A unos dos kilómetros del centro de Cupajo, es decir de la capilla y la plaza, dejaron el camino y se dirigieron hacia un rancho abandonado en el cardonal. Allí, iniciaron la descarga de la jardinera, pausados, fantasmales, hombres y mujeres embozados bajo mantos blancos.

    A los pocos días habían restaurado el rancho y lo habían encalado; fulgía entre el cardonal. Por el pueblo circulaban las noticias más dispares y disparatadas: que era una familia de ciegos; que pronto joderían pidiendo limosna; que una noche había aparecido uno de los fantasmas (así comenzaron a llamarlos) en el patio de los Barros, sin alertar la perrada de la casa, famosa por lo brava, para pedir prestado un poco de querosén; que el más viejo de los fantasmas había encontrado un pachiquil (l) en el rancho abandonado; y que, en vez de matar las víboras, las había sacado una a una tomándolas de la cola, para dejarlas en el jarillal...

    Un día nos anoticiamos de que uno de los fantasmas estaba de visita en casa de tío Alberto. Corrimos hasta allí entrando en malón, sorprendiendo a todos.
    -¿Así que son de Molle Hachao? -preguntaba en el momento de nuestra llegada tío Alberto al visitante, como si se tratara de un ser de carne y hueso.
    -De Molle Hachao, sí señor, pero los agüelos diz que eran de San Sebastián del Pomán -respondió don Díaz con voz fina de paisano. Nosotros esperábamos un graznido.
    -Bueno, usted dirá qué lo trajo, don Díaz.
    -La verdad, señor, nos trujo la pobreza. La esperanza de conseguir algún conchabo. Soy yo, y dos changos. Mi mujer y una chinita. Le hacimos a todo trabajo, señor. Tenimos también un Inocente, señor. Fijesé que siendo todos nosotros payos, (2) me vino a salir el shulquito(3) bien negrito, el Inocente.

    Mamá, al escuchar nuestras infantiles charlas en las que repetíamos lo que oíamos de boca de los campesinos de Cupajo sobre los Díaz, nos recrimina:
    -¡Niños, por Dios! ¿Qué duda cabe de que son tan humanos como nosotros?
    Y papá:
    -No quiero que anden ustedes también hablando zonceras, hijitos. Lo único que diferencia a los Díaz del resto de la gente es que su organismo no produce los pigmentos que dan color a la piel, el pelo, los ojos. Es el albinismo... Hay algunos animales que también lo padecen...

    Pasa el tiempo. Doña Adalcira de Díaz trabaja en casa. Habla la albina con mamá:
    -Ay, señora Mercedes, disculpe que la amoleste...
    -Diga, Adalcira.
    -Quería que me autorice a traerla a mi Asunción. La chinita ya está maltoncita... (4). Hasta ahora la dejaba sola con el Inocente, pero ya la andan rondando los changos, ¡tan voraceros!
    -Tráigala Adalcira, tráigala... Pero ¿y el Inocente?
    -Es muy formalito, señora; no jode. Lo único que hace es arrimarse al camino. Con eso se entretiene, viendo pasar la gente. Cuando la gente pasa, él se ríe, se ríe... -Así llega Asunción a casa: Pulcra en su vestidito floreado, la piel rosada de lechoncito recién parido, ojos de pálida aguamarina, entrecerrados ante la eterna ofensa de la luz.

    Mientras, en Cupajo crecen parejas las calumnias y la maledicencia. El boliche de la Fabriciana es la caja de resonancia.
    -¿Ande se ha visto a los cristianos trabajar de noche?
    -Ojalita pudiera yo también trabajar de noche... ¡Con estas calores!
    -Diz que trabajan de noche, porque a los fantasmas los ofiende la luz...
    -Casi se pelia el viejo Díaz, ¡nada menos que con el Manuel Cano!, porque se le metió en el medio, cuando el Manuel estaba por matar una víbora.
    -No era una víbora... Era una culebra. Dice don Díaz que las culebras no joden, ni tienen veneno.
    -¡Víboras son todas, carajo!
    -Dicen que están criando una víbora... Que la hacen mamar de esa vaca flaca que les prestó don Alberto. -La truculenta sospecha, suscita un silencio. Las charlas en el boliche, son de este tenor.

    Los Díaz, mientras, como escuchar llover. Los propietarios se los disputan para los riegos nocturnos, más benéficos para las sementeras. Asunción, en mi casa, busca siempre la penumbra, los acuos ojitos entrecerrados, las manos diligentes y hábiles en trenzar paja y pasto simbol para las tipas, fabricando canastitas primorosas para adorno, pelando higos para las jaleas, desgranando maíz para las aves. "¡Qué alhajita la niña!", exclama mamá a cada rato.

    Ricardo, el opa de los Bustamante, vaga por los callejones noche día. Nos aterroriza con sus frecuentes ataques de epilepsia, con su mirada turbia, con las piedras tamañas que porta en cada mano y en los bolsillos de un saco enorme, prestas a la eterna riña que libra con los perros. Es el tercer día que se detiene enfurecido frente al Inocente de los Díaz, quien sentadito en una piedra blanca, en cuanto lo ve venir, ríe, ríe y babea. El opa lo increpa: "¿De que te reyís, juna gran puta? ¡Si te golvís a reyir mañana cuando pase, te vuá'cagar a piegradas!" -lo amenaza, al borde de un ataque de epilepsia. Don Díaz es el primero en regresar del rastrojo. Busca al Inocente con la mirada. Al no verlo, apresura su andar. Yace el niño al lado de la piedra que le sirve de asiento con el pecho quebrado. Cuando lo levanta, cae la cabecita morena.

    Manuel Cano anda embravecido porque se le perdieron un par de coyundas sobadas a mano, pérdida que caprichosa e injustamente atribuye a los Díaz. Voracero como siempre, se contiene de armar gresca en el boliche, gracias a la presencia de los dos hermanos Ibáñez, tan callados como corajudos. Bebe abruptamente un par de litros de vino tibio, y se dirige al rancho de los Díaz, a quienes insulta hasta enronquecer. Cuando regresa a su casa, al trasponer una acequia, pisa algo blando que se le enrosca en una pierna con abrazo gélido. Huye hasta librarse de abrazo entre tuscas y garabatos que le desgarran la ropa. Pierde el habla por un tiempo, hasta que doña Elisa Ramos, a fuerza de emplastos, sahumerios y ensalmos le devuelve el habla, pero queda tartamudo por un tiempo. En el boliche, todas las noches se comenta el caso:
    -Ha dicho el Manuel Cano, que los fantasmas le largaron al mismo diablo por la acequia... El pobre, a gatas se salvó, porque invocó a la Virgen.
    -Habrá pisao una ampalagua el mamao... -comenta alguien que no le tiene simpatía, comentario que promueve una riña que deja varios heridos.

    Mientras ceba mate a mi madre, doña Adalcira comenta:
    -Ay, señora. No sabe el miedo que me da pensar que se acaban sus vacaciones. Qué será de nosotros cuando ustedes güelvan pa la ciudar.
     Asunción que juega conmigo a la payana, escucha a su madre y se estremece. Nos hicimos grandes camaradas, y acaso algo más... Acompaño hasta su rancho a madre e hija, cuando a la oración dejan sus tareas en casa. Cuando me despido, Asunción me entrega en guarda y custodia hasta el día venidero el anillito de carozo de durazno que le regalara. ¡Ese anillo que fabricara gastando un carozo, para que su madera lustrada con aceite de nuez, brillara como gema abrazando su dedo pequeño, rosado! "Sos el único que me encuentra linda... Mañana yo te haré mi regalo" me dice, a tiempo que besa su anillo, mi enamorada de la noche, la niña cuyos acuosos ojos se imponen a las sombras.

    Comienzan los preparativos para nuestro regreso a la ciudad. Cuando se acerca marzo, los tres largos meses de vacaciones me parecen siempre un solo, fugaz e insuficiente relámpago de felicidad. Restan aún dos semanas de gracia. Trepado al techo del galpón, con el verde, intenso y breve mar de los parrales a los pies, escribo el primer tonto, inocente poema de amor:

Porque eres, amada,
hija de la luna,
le diste con tus caricias
a mi vida la fortuna.

    Bajo la luna, nos sentamos en el calicanto del canal, dejando que el agua juegue con nuestras piernas que se rozan. Entrego mi "poema" a la payita que lo lee a la luz de la luna. Me abandona y se pierde en las sombras.
    -¿Qué ha visto mi lechucita blanca? -le grito.
    -Col... col.. truss... truss... -me responde imitando el canto del gran búho. La busco con mis ojos... La encuentro desnuda, erguida sobre una piedra, con el oscuro mantelito de su sombra a los pies. Gira, acariciando el aire con sus senos de urpilitas blancas. La luna de avena de su vientre ilumina el bello incipiente de su sexo. Huye para volver al instante cubierta por su vestidito floreado. Regresamos en silencio.
    -Me preocupa mi shulko, Adalcira. Parece alunado -comenta mamá.
    -Pobres niños, señora. Se extrañarán... -responde doña Adalcira.

    Asunción dejó de venir a casa desde la muerte del Inocente. Se queda en su rancho acompañada de uno de sus hermanos por temor a los depredadores. Parte un camión cargado hacia la ciudad. La mitad de la caja la ocupan los áureos canastos de caña para fideos, cargados con las gallinas de mamá. Arrecian los preparativos para el regreso. Nos sorprende papá retornando el mismo día, dispuesto a que dejemos el campo de inmediato. Papá no me da respiro. Apenas si puedo hacer una escapada, cruzando la calle, para entregar a mi amigo Silbano Casas el anillito que no pude devolver a su dueña. Viajo montado sobre los bártulos de la caja del camión. En el camino, siento un hilo fresco que me transita de los ojos a la sienes. Lágrimas que el viento conduce y evapora.

    Ausentes los patrones, crecen los problemas para los Díaz. Manuel Cano impone el terror. Los jóvenes hermanos de Asunción deben emigrar en busca de trabajo. Los viejos Díaz pasan las horas al pálido sol de fines de otoño, atesorando calor para las noches largas, contemplando, tristes, sus manos ociosas. Nuestra vieja ama -la por siempre amada Magre-, quien, presintiendo su muerte no quiso acompañarnos a la ciudad, es la única persona que visita a los albinos. Envejece en jirones la ropa sobre las desamparadas carnes de cuajada.

    Poco a poco regreso al canto, a los juegos. Llega un día papá, soplando el hueco de su sombrero, señal inequívoca de disgusto. Se dirige a mamá:
    -¿Quieres creer Mercedes que hoy me anoticio de que esos animales de Cupajo, dejaron morir a la niñita de los Díaz? ¡Sin que nadie se comida a traerlos al hospital! Prepara algo... Algunas cositas para llevarles a esos pobres.
    Papá ignoró olímpicamente mis ruegos de acompañarlo a Cupajo. Durante mucho tiempo Asunción me visita en sueños, con una extraña flor en los labios. Cuando se acerca a besarme, un rojo coágulo me quita el aliento. Despierto aterrorizado.

    Ha llegado un nuevo verano. La Magre nos espera con todo en orden, con la casa tan pulcra como si ayer la hubiésemos dejado. Cuando cae la primera noche en el campo, la Magre me toma de la mano, me lleva hasta el puente del canal donde nos sentamos. Me entrega el anillito de carozo de durazno. Lloramos abrazados. A los tres días la Magre se apaga.
(1) "pachiquil": serpientes enroscadas, o reunión enmarañada de éstas.
(2) "shulquito" : (shulko) el menor, el benjamín.
(3) "payo": albino
(4) "maltoncita": adolescente, jovencita.