jueves, 3 de marzo de 2011

CANCIÓN DEL CABECITA NEGRA. Un cuento del Tata Herrera.


   Dibujo de Robinson Avello Ayala (Chile)


C
ola Torcida ladraba su desgano, ronco, con toda la vejez acumulada en la garganta. Ladraba y ladraba aún mucho después de que había descubierto a Demeterio. El viejo, luego de acariciarlo con su botín engrasado, le decía:
-Calláte viejo güevón.
Seguía su cantinela Cola Torcida hasta escuchar el crujido de tablas con que el viejo abría y cerraba la puerta de su pieza donde lo invadía el olor del Primus, mixturado con el del guiso de anoche. Demeterio comprobaba el nivel del querosén introduciendo el meñique en el tanque. Salía enseguida al pasillo para encender la mecha; allí esperaba que la llama se tornara azul, para reingresar a su habitación con el calentador.
Demeterio continuaba diciendo:
-Calláte viejo güevón -aunque Cola Torcida hubiese enmudecido.
Desde ese momento hasta que el sueño lo venciera, charlaba con su Ramonila, mientras tomaba la sartén retinta con estalactitas de hollín a los costados, y cocinaba el guiso de siempre. Comía de la sartén, hablando sin pausa con su mujer. A duras penas empinaba un vaso de vino blanco luego de comer porque un cansancio enorme le sumía el pecho, lo empujaba a un abismo. Se sacaba los botines resoplando, y se tendía en el camastro sin quitarse el mameluco engrasado, sin cubrirse los grandes pies amarillos, aunque crujiera una helada.
    Al día siguiente se infligiría regaños por su dejadez, por "¡ser tan linyera, carajo!". El implacable despertador de Cola Torcida lo levantaba, más que con sus roncos ladridos, con el obcecado rasguñar la puerta. Demeterio aún descalzo le abría para que Cola diera cuenta de los restos del guiso de anoche. Como por un pacto doméstico, el perrito lamía la sartén hasta dejarla brillando.
   Demeterio retomaba la charla con su Ramonila. Habían pasado ya cuatro largos años desde que la despidiera en la puerta de calle besando el féretro. “Los vecinos se me enojaron -recuerda- porque yo no quise ir hasta el cementerio... Las viejas estaban como para sacarme los ojos, hasta que intervino mi compadre Miguel, diciéndoles ‘dejenló al Negro. Por algo no querrá ir...’ "
   -¿Te acordás Ramonila, que yo te había dicho que te abriría la puerta cuando vos te quisieras ir con tus santos? El Cola Torcida y yo, vieja, andamos corriendo una cuadrera pa’ ver cuál de los dos entra primero a plumerear el nicho -ríe exhibiendo sus dientes intactos.
   -Y vos, Negra, que vivías diciéndome  “¡Andáte a Catamarca. ¿Sabés lo calentito que debe estar el pago?” Pero bien sabés que yo no tengo corazón para abandonarlo al Cola.
   Demeterio ha ido insensiblemente descendiendo en sus compromisos de trabajo en el taller, hasta terminar limpiando -a soplete con nafta y pincel- los mecanismos que otros repararían. Para sentirse bien le basta con que el patrón, a la hora del matecocido, de vez en cuando diga: “Ahí donde lo ven, el Negro es el mejor mecánico que pisó este taller”.
   Demeterio soportaba paciente las bromas de aprendices, de jóvenes oficiales. Durante la breve siesta que el viejo dormía respaldado a una pared mientras sus compañeros salían a almorzar, un jovencito le ató los botines entre sí. Cuando Demeterio se levantó y quiso caminar, cayó de bruces. Se las arregló para desatar los cordones y erguirse, y marchó hacia la oficina del patrón entre risas contenidas de los muchachos. No faltó uno que gritara:
   -¡Nada de alcagüeterías, Negro!
   Cuando llegó a la oficina, le comunicó al patrón:
   -Le vengo a avisar, patrón, que tendré que pegarle a un chango.
   De regreso al taller escogió al que le pareció más fuerte, y lo durmió de una trompada. Se acabaron las cargadas. Los muchachos ignoraban que Demeterio había educado sus manos y muñecas con la maza y la barreta junto a su padre pirquinero desde lo matinal de sus años.
La Ramonila y Demeterio tuvieron una hija, la Dorita. La muchacha, muy linda, se fue bien casada con un albañil correntino, y nunca más la vieron.
Demeterio mentía a su mujer.
-¿Sabés que ha venido a visitarme la Dorita? ¡Linda está la chinita! Ya nos dio nietos. Un cazalcito. Se ha cortado el pelo, la hijita. Bueno... no reniegues, mujer. Las chinitas de ahora no tienen tiempo para trenzas. ¿Cómo? Ya sé que te miento... Pero bien que te me morirías otra vez, pero de aburrida, si no te macaneara un poco. ¿No es cierto?
Termina de comer. Ya lo ataca el toro negro del cansancio. No sabe en qué momento yace en el camastro, protegido por el mameluco, su segunda piel.
Cuando termina de despertar, contempla sorprendido el amarillo encordado de luz que se filtra por las hendijas de la puerta.
-¡Viejo Cola, te dormiste! -grita a su compañero, mientras calza los botines. En el pasillo, Cola Torcida yace casi pegado a la puerta, con la cabeza apoyada en las manitas ¡tan cortas! Demeterio toca a su amigo con la punta del botín. Cae blandamente hacia un costado la cabecita pequeña.
Regresa Demeterio a la pieza. Abre una valija de cartón donde guarda sus mejores pilchas, aquellas que solía lucir cuando concurría con la Ramonila al baile. Toma la cajita forrada con  papel floreado y vuelca su contenido: un puñado de billetes ahorrados quincena a quincena durante estos cuatro años de viudez. Sale con el paso milagrosamente joven. Se detiene ante donde hace un instante sepultó a Cola Torcida, y le dice como despedida:
-¡Colita Torcida! ¡Me has ganado nomás esta cuadrera!
Y, ya en la calle:
-Tenías razón Ramonila. No me iba a morir sin mirar mis cerros. Sin comer una algarroba.