martes, 6 de julio de 2010

CABALGANDO RIOS CAPAYANOS. Un relato del Tata Herrera.

   Los ríos de mi infancia, de mi adolescencia, los hondos ríos cuyo cauce eran caminos, caminos para transitar a pie o de a caballo, o de yacer sobre algún banco de arena usando una piedra trocada gema por el rodar milenario desde vaya a saberse qué altura de los cerros del Ambato, pronta a servir de fresca almohada. Cerro-padre cuyas lomadas descienden en cascadas hacia el valle expandido, y en cascadas rumorosas, musicales, transita el agua, por entre pulidos granitos gigantes, ornados frecuentemente de hoyuelos, morteros gestados por el afán molendero de vainas y granos de los padres capayanos, morterillos convertidos tras las lluvias oferentes cuencos donde beber un néctar celeste con olor a piedra y rayo; aguas las de mis ríos, con gracejo de muchacha descalza, bordando randas de espuma a la vera de sus vestidos traslúcidos, por entre piedras que les rinden culto cual inmóviles, eternos enamorados. Ríos decimos con ánimo exaltante: en realidad, arroyos, gárrulos arroyuelos nacidos en los veneros de los ojos-de-agua, nutricio llanto sin pausa, surgente desde párpados de roca y cejas de menta serrana. Agua en la que el paladar sediento percibe el relente lejano de la menta originaria.
   Mi sed me distrajo. En verdad, hoy vengo a memorar los ríos de la sed, de sed acumulada a lo largo, a lo largo dos o tres inclementes años, ríos más secos que paladar de serpiente, bordeados, enmarcados por altos barrancos, desde los que pende la urdimbre desaliñada de raigones de algarrobos, talas, cebiles, sacha quebrachos, quebrachos blancos, mistoles, chañares, garabatos...
Aquella piedra-gema trocada almohada, es desde donde contemplo el cielo que como otro río de luz parece conducir los barrancos, cielo inmaculado, escrito de a ratos por la fugaz carbonilla de un jote, la verde llamarada de una bandada de calancos que se pierde junto al acre coro de su escándalo, y ahora, ahora, la gracia alada de una tijereta que detiene su vuelo, y allí se queda tremolando sus alas sin adelantar un jeme, como suspendida por invisible hilo, observando, de juro, cual curiosa muchacha, este raro animal allí yacente, inmóvil, hasta que cortando el hilo invisible con la tijera de su cola que de timón le vale, se pierde tras el verdor de la fronda de un tala, y me deja, me dejo, correr una lágrima de gratitud enamorada.
   Tiendo la mirada atrás, sí, a escasos dos pasos veo a mi Bayo –al que tanto he cantado-, silente, sin osar siquiera tascar el freno, tambien embebido, transido por el sacro misterio de este templo serpenteante, donde todo rumor nos llega desde el pecho del cielo, toda voz llega aquí de lo alto. Sí, mi viejo Bayo, son de Pan o de un Fauno indígena, ese sello bisulco que en la arcilla impreso descubrimos hace un rato. Me yergo para verme espejado, nítido y pequeñín en tus ojos trasunto de tu alma insondable, insondable como el alma del Todo, este Todo ante el que se rinde nuestro corazón pagano. Aparceros del silencio, recibimos aquí, más cercana a la emoción que al intelecto la lección de caudalosa armonía de la naturaleza que nos tiende su mano.
   ¿Recuerdas hermano que solía arrodillarme ante tu encuentro, abrazando tus brazos para uncir mi pabellón a tu pecho y auscultar el musical mensaje de tu corazón en sístole y diástole? ¿No es acaso cierto que acompasaba mis latidos al de tu grande corazón de caballo?
   ¡Cuánto me cuidabas! Si habrás velado mi sueño cuando de tu montura hacía cama, y si tu roznar no era suficiente para quitarme de la hondura de mi sueño de muchacho, rozabas con tu belfo aterciopelado mi pie desnudo, alertándome del peligro de una víbora cercana que a tundir de cascos espantabas, o cuando tu olfato certero venteaba la vecindad del puma.
   Tuviste la piedad aquel invierno de no alertarme de que ibas a emprender solo el insondable viaje. Estaba en la ciudad con mi añoranza; sabes que hubiera deseado estar a tu lado, y cavar tu lecho postrero con mis manos. De regreso a la cuna capayana, por vez primera sin las albricias de tu compaña, lloré asido a las rodillas de mi padre, clamando porque exoneraran del galpón de la casa tu piel, tu piel de mies madura, tu piel de miel, ¡tu sacra piel, hermano! Pasaron cincuenta años, y créeme, son adolescentes las lágrimas que hoy surcan mi cara.
   Pero, de nuevo nos distrajimos: Hoy nos reunimos para memorar nuestras andanzas por los áridos ríos capayanos, más cercanos que nunca al corazón de la Tierra, por percibir los perfumes que esconde bajo su manto. El olor de las raíces todas, tan únicas, y distintas, descubriendo nosotros la entidad de ese otro árbol tan verdadero y elocuente, gracias a cuyo empeño son posibles los mimados del sol, la lluvia, el rocío; los que prestan el encordado de sus ramajes para que propale su canto el arpa de los humores del aire. Y, claro está, residencia de ese que conduce hacia la cuarta dimensión nuestros sueños: El canto alado. ¡Cuántas veces prestaste a sus cultores tu lomo propicio a servirles de peaña o atalaya!
    Nos vamos poniendo viejos, hermano. Cuando nos pregunten cómo estamos, responder debiéramos como el anciano herrero Maturano, aquel manso Vulcano: ¡Pa´tras nomás, carajo!
    Efímeros somos como luz de luciérnaga enjoyando alfalfares. Pero, compañero, vivo estás en mi pecho agradecido desde hace medio siglo. Soñemos con que mis pobres palabras nos donen un humilde remedo de eternidad. Ello no inhibe mi anhelo de unimismar mi polvo al tuyo un día no lejano.

Un tarde de octubre de 2002.