Los gatos sueñan con tenernos cercados, pero se equivocan. Cruzamos la calle, visitamos nuestros vecinos de enfrente y, a veces, incursionamos hasta las vías del ferrocarril. Recibimos, así, noticias de lugares remotos, por agencia de los que viajan en trenes, camiones, buques y -según dicen- ¡hasta en aviones!, cosa que de sólo pensarla me arratona.
Es sabido que no probamos bocado, por más hambrientos que estemos, sin que antes lo hagan los abuelos. ¡Cuántas veces nuestros heroicos viejos han pagado con su vida ese designio, el mandato de nuestra raza de proteger la vida que crece. Desde hace un tiempo los veo tristes, preocupados, pues parece que los hombres, nuestros archienemigos, disfrazan, bajo la aparien-cia de apetitosos bocados, venenos que no actúan de inmediato. A los dos, tres días de una comida que supusimos inocua, alguno aparece con una gotita coralina pendiendo de la nariz. Esa gota de sangre es el testimonio de la condena. El condenado marcha a morir lejos de nues-tra comunidad. ¡Esos bípedos piel de culebra! Los demás animales nos cazan por necesidad, por irrenunciable mandato del instinto. Hasta vemos con mejores ojos a los gatos que a los hom-bres, ¡esos paniaguados, sicarios, falderos!
Desde que empezó el invierno, vive en nuestro baldío un hombre. Nosotros lo llamamos Hombre Viejo. Llegó cargado de grandes bultos de cartones y papeles, materiales que tanto apetecemos para hacer nuestros nidos. Nos asustamos, y dimos la voz de alarma. Hombre Vie-jo cavó enseguida un foso, una especie de zanja en la que apenas cabe su cuerpo. Tendía nylo-nes y papeles para hacerse un lecho, y, antes de acostarse cubriéndose con cartones, sacaba un poco de comida de sus bolsillos y, como si adivinara donde estábamos, nos arrojaba migajas. Enseguida se dormía a pata tendida.
Cuando nos convencimos de que no deseaba dañarnos, nos fuimos acostumbrando a él, y practicábamos nuestras cuevitas hasta la base de su lecho para gozar la tibieza que irradiaba su cuerpo enorme, pesado. Cuando dormía, investigábamos sus grandes atados de cartones y pa-peles. A veces encontrábamos sus bolsitas con comidas ¡tan parecidas a la nuestra! Cuando las encontraba roídas, exclamaba: -¡Me ganaron de mano, desgraciaditos-. Nos disputábamos en-tre sus piernas, sus zapatones, las migajas que dejaba caer. Los más audaces lograban los mejo-res bocados, llegando a arrebatárselos de las manos, cosa que lo divertía vivamente.
Aprieta el invierno. Como si supiera Hombre Viejo que ésta es la época en que más nos persigue el hambre, se prodiga proveyéndonos comida. Nos preocupa que día a día nuestro amigo se torne más remolón para levantarse. Erguirse le demanda un buen rato. Percibimos como crujen y se quejan sus viejas coyunturas. Al fin, con paso cansino se va, cargado como hormiga, con sus fardos. Pensar que ahí nomás, a escasos pasos de Hombre Viejo, está la casa de otros hombres, seca, calentita, luminosa. ¿Serán siempre así los hombres con sus ancianos?
Días pasados despertamos con alarma de incendio. Enseguida nos ubicamos cerca de las cuevitas que practicamos bajo las tapias, dispuestos a huir si el fuego avanzaba. En esa angus-tiante expectativa estábamos cuando recordé que Hombre Viejo dormía. Corrí a despertarlo, cosa nada fácil, hasta que, en la desesperación, le hinqué los incisivos en la oreja. Despertó entre manotones que me hicieron rodar lejos. Pudo escuchar el crepitar de las llamas y oler el fuego. Agradeció que lo despertara, cargó sus fardos, y se marchó hacia la calle entre el humo. Para nuestra fortuna, el viento cambió de dirección y el fuego se aplacó.
Cuando se levantan las heladas y un mezquino rayito de sol llega al baldío, a fuerza de ca-rreras entre los papeles y de pellizcos cada vez más decididos, logramos despertar a Hombre Viejo. Penosamente se levanta. Nos mira con sus ojos mansos, agradecidos. Se le escapa una melena blancoamarillenta de debajo del sombrero, mientras la barba, también cana, le cae en cascadas sobre el pecho. -Gracias, amiguitos. Si no fuera por ustedes, me hubiese dormido para siempre -exclama disponiéndose a partir.
Los primeros en darnos cuenta fuimos los que dormimos junto a él. Salí corriendo, trepé hasta su cara. La cosa ya no tenía vuelta. Antes de seguir, quiero contarles que acaso yo haya sido el más amigo de Hombre Viejo. Él había observado que me faltaba una patita... Lo cierto es que yo escarbaba sus ignotos bolsillos, para extraer una migaja que me sabía a golosina. Nos reunimos para despedirlo. Sin que mediasen palabras, supimos que ninguno de nosotros se alimentaría ya de sus despojos.
Hombre muerto, es mucho muerto. Invadió el aire un olor que no propagaban sólo las ba-suras que las mujeres arrojaban al baldío. Éstas comenzaron a culparse, hasta que, en un día muy tibio para agosto, llegaron los bomberos, la policía. Envolvieron a Hombre Viejo en una bolsa de nylon negro, y se lo llevaron para siempre. Como era esperable, la cosa no quedó allí. Los hombres, que como vecinos eran capaces de pasar la vida sin saludarse, comenzaron a re-unirse y escandalizar con el asunto del baldío, como si recién lo hubiesen descubierto.
Ayer recorrieron el baldío varios desconocidos. Uno de ellos dijo:
-Habrá que rellenarlo cuanto antes.
Las vecinas se decían de tapia a tapia:
-Ya verán vecinas, que cumplen... Es claro... estamos en tiempo de elecciones.
Nosotros tenemos buen oído, pero muchos ignoran que también "escuchamos" con nues-tras pancitas pegadas al suelo. Primero lo escuchamos con la panza: fue como si un regimiento calzado con botas de acero se aproximara. El monstruo caminaba sobre un collar o cadena con dientes de acero que trituraban la tierra. Se detuvo con un quejido metálico en dos arremeti-das, y se durmió enseguida. Lo despertó un camión que volcó frente a sus fauces un montón de ripio. La bestia desparramó el ripio, y lo compactó con su panza. Supimos que el monstruo convertiría el lugar en que vivimos en un espacio yermo, inmisericorde, donde no sobreviviría una laucha. Organizamos nuestro éxodo. Los gatos, alertados por nuestros apremios, azotaban el aire con sus nerviosas colas trepados a los tapiales. Antes de llegar a lugar seguro, perecere-mos varios. Ésa es la ley.
No faltó quien dijera que nuestra actual desgracia era el tributo que pagábamos por haber hecho amistad con un hombre, con Hombre Viejo. Lo miramos con tal reprobación que calló de inmediato. Nadie como yo, que estuve en su mano ancha, conoció la bondad de sus ojos gastados. A veces me sorprendo recordando su olor a tabaco arratonado...