Nepomuceno Vaquinsay pastorea un pequeño hato de llamas, mientras su hijo Santos, más allá, entre empinadas laderas impracticables para las llamas, hace lo propio con un rebaño de cabras de largo pelaje. Se arrebuja el viejo colla bajo el poncho puyo que lo cobija del viento helado. Éste silba herido en los filos de las rocas, trayendo de a ratos un remoto son de quenas, de antaras... Pese al frío, las tolas y las jarillas -heraldos de la primavera- se ornaron de áureas flores, para regocijo de los pastores, al cambiar la monotonía de grises de La Puna.
Añora Nepomuceno los tiempos aún no lejanos en que su esposa, Dorotea Chororqui -ahora impedida por el peso de los años- le hacía compañía. Recuerda que la conoció en el carnaval de Purmamarca cuando, en su cortedad y hurañía de montañés, no se había animado a hablarle. Durante todo el año estuvo preparando una copla para ofrendar a la niña de sus ojos el carnaval venidero. La remembranza le pinta una sonrisa que fulge en su dentadura magnífica con el sol del atardecer.
Sospecha el pastor que su amada compañera se está encaminado hacia el fin de sus días, y que su alma, alivianada, vaga en su cercanía, pues hay signos que así lo delatan: un leve movimiento de unas matas cuando reina una quietud absoluta, o cuando, sin necesidad de acción alguna del pastor, las llamas siguen el rumbo más propicio... Santos lo confirmó ayer con un comentario: -Nunca hi’visto padre, a las cabras tan obedientes y entendidas; ni necesidad de guiarlas hi’tenío... Rotundos signos en los que Nepomuceno, fincado en tradicionales creencias, da por seguros: -Dios ha’i querer que su muerte sea tan mansa y buena como su vida. Tendré que ir pensando ande darle sepoltura. En estos pensamientos se ensimisma, cuando, de pronto, siente cercano el balar de las cabras que conduce Santos. Ha llegado la hora del regreso al lejano hogar.
Dorotea Chororqui, en la soledad de la choza, de la que no sale si no de a ratitos desde hace meses, piensa, piensa, mientras hace girar en el huso de hilar las hebras finísimas de la lana de vicuña: -Como mi abuela, como mi madre, pensando estoy mi vida de tras pa delante, de delante pa tras. Ansí yo también he de finar... Recuerda que su abuela murió muy alto en la montaña, con un ramo de hierbas medicinales en el regazo y una honda paz en el rostro.
Largamente precedidos por el balar de las cabras y el tañir de cencerros, se acercan los pastores. Sigue Dorotea atentamente los rumores como si estuviera viendo a los suyos. Sabe, ahora que callaron las cabras, que se encuentran sosegadas al resguardo del aprisco, mientras las dóciles, sumisas llamas se reunieron en la hondonada vecina. Atiza el fuego, echa tres puñados de maíz pisingallo en la ollita de fierro, y pronto el maíz florece en los albos copos del ancua. Entran los hombres, muy inclinados, por la puerta escasa. Dispuestos alrededor del fuego, depositan sobre éste sendos agotados acullicos. Cenan el ancua calentita, un cuenco de mazamorra con leche de cabra, y, de postre, un trozo de patay. Apenas si cruzan algunas palabras referidas al pastoreo del día. Luego, se hace un largo silencio. Santos, pronto duerme el sueño profundo de la juventud y el cansancio. Dialogan ahora los ancianos:
-Pensando estuve que nuestro Santos debe bajar pal carnaval.
-¿Con qué plata, irá a la fiesta? ¡Como pa carnaval andamo!
-Nuestro Santos, marido, debe bajar pal carnaval...
-¿Con qué plata mujier?
-Ya le tengo preparada su ropita: calzones nuevos, blusa tejida, poncho siete colores, sombrero ovejuno nuevito. Ya ves...
-Pero ¿con qué plata mujier?
-Mirá viejo, mirá los ovillos de lana’i vicuña que hilé. Buena platita podrá juntar vendiéndolos.
-Pero... ¿de ande te salió este apuro porque el hijo vaya pal carnaval?
-El hijo se lo merece. Nuestro shulco se queda con nosotros, pa no dejar solos a estos viejos. El hijo, ¡dende cuanta que´s hombre! Viejo, el Santos, priecisa mujier.
-Dorotea, Dorotea, ¿cómo creís que me arreglaré pa pastoriar las cabras y las llamas yo solito?
-Diosito proveerá... “Yayaicu hamac-pachapi cac...” (Padre nuestro que estás en los cielos...) -ora la anciana el Padre Nuestro en la lengua ancestral, tal como lo enseñaran hace siglos los misioneros a sus antepasados, recurso con el que siempre da por terminada cualquier disputa. Nepomuceno con gesto de resignación, se dirige al lecho de cueros ovejunos.
Dorotea labora incansable, preparando las prendas que su hijo lucirá en el carnaval. Termina de tejer y bordar una amplia alforja que cómodamente guardará la ropa de fiestas y el avío que Santos precisará llevar. Santos, por su parte, ensaya tradicionales aires en la antara, los mismos que a su padre escuchara desde lo matinal de la memoria, música que la raza evoca y recrea desde antiguo.
Cuando llega el día de la partida, Dorotea se hace trasladar fuera de la choza, presidiendo desde allí los preparativos. Santos parte con un simple adioshito madre, adioshito padre; total, son sólo cuatro días entre ida y vuelta, más una semana de carnaval.
Poco, muy poco hablaron los ancianos durante la ausencia del hijo, y no sólo por la parquedad ingénita de ambos, sino, también, porque las palabras huelgan tras extensa y armoniosa convivencia. Lo cierto es que Nepomuceno podía seguir los aconteceres de la fiesta lejana, conforme a los mudables humores de Dorotea, quien, de a ratos, se mostraba inquieta, con redivivos sonrojos de mocedad.
-Mi Santos ha’i tener suerte, viejo.
-Segurito.
-Nepomuceno, hoy es martes de carnaval. Debimos hacer nuestra fiestita.
-Naaa... ¿y cómo?
-Rica comidita preparé... También upié un poco de máiz, y alojita tenimos en el puco, viejo.
Bebieron, comieron con alborozo de cholos.
-¡Alhajita que estás contenta!
-¡Mi Santos ha conocío mujier! ¡Descolgá la caja y cantame como cuanta!
-Vaya si me sabré acordar... -Nepomuceno Vaquinsay pulsó primero la caja con chirlera quedo, íntimo, hurgando en la memoria las coplas de cantar al amor; las mismas que entonara antaño para Dorotea, su único amor:
Kampaschu purinqui, viday,
vestiduiqui overollaj,
quillaina sumaj alegre
Intijna sonko cansachaj.
Cuando andas, mi vida,
con tu vestido overo,
eres linda y alegre como la luna
y el corazón me quema como el sol.
Auackan mini cantamini,
imitaj mimana suasaj,
sonkoillapas mananockap
gustu cabal cuasanaipaj.
Llorando y cantando estoy,
qué otra cosa puedo hacer,
si he dado mi corazón
gusto cabal no ha de haber.
Chunquitay palomitay
ni pinta canta jinaka,
cantajina buenataca
macaska mucha costaka.
Querida palomita
nadie es como vos,
no hay como vos tan buena
aunque te riña me besas.
Había embeleso en la postrera sonrisa de Dorotea Chororqui. Nepomuceno, con piadosa unción, le cerró los ojos. Sintió necesidad de compartir su soledad con el cielo constelado y el viento frío, pertinaz, de la Puna. Pensaba: -Ansí se me jue: dando alegría como me llegó. Ansí se lo contaré a nuestro Santos. Pachamama, ahura es tuya.