Likan era la más vieja de las viejas tortugas que vivían en el desierto que rodea al cerro Auca Mahuida, antiguo volcán que preside el paisaje en el extremo noroeste de la Patagonia. Likan gozaba de gran estima y reverencia por su bondad y sabiduría.
Avanzada la primavera, cuando alguna providencial lluvia descendía como maná sobre el desierto, era de ver a familias enteras de tortugas caminando, caminando, hacia los faldeos orientales del Auca Mahuida donde Likan vivía, para presentarle los nuevos miembros de cada familia. (Quien desde lejos hubiera divisado el abigarrado grupo de las tortugas en tránsito, pensaría, asombrado, que las piedras cobraban vida...) Likan esperaba paciente que sus numerosos parientes se hubieran reunido y que luego relataran las peripecias del camino. Entre los recién llegados, acaparaban las miradas y los mimos las más pequeñas, las que aún lucían carapachillos de brillante verde, tan pequeñas que, de a dos y hasta de a tres, cabrían en la palma de una mano. Las mamás tortugas habían bregado para que las pequeñas estuvieran lo más cercanas a Likan, pues, sabido es que son los pequeños los más necesitados de aprender y quienes mejor aprovechan la palabra de los maestros. Cuando Likan tomaba la palabra, todos guardaban un reverencial silencio.
-Los senderos del desierto son nuestra escuela. Como nuestras patas son muy cortas, debemos elegir, en lo posible, las huellitas más parejas. Nuestro paso ha de ser siempre reposado, porque así conviene a nuestra dignidad de tortugas. Oídos sordos para aquellos que se burlan de nuestra lentitud; ignoran que lo que nos falta de agilidad, nos sobra de aliento... No en vano somos las más antiguas vecinas del desierto. Los abuelos de nuestros abuelos vieron desaparecer muchos animales que antaño habitaban este suelo. Hasta vieron, luego de una gran luminosidad, apagarse para siempre algunas estrellas...
Los consejos, los relatos de Likan solían ser muy extensos -duraban dos, tres días con sus noches- pues atesoraban memorias de su especie que abarcaban milenios y milenios.
Al cabo de mucho tiempo, Likan sintió que su energía menguaba y que su vista, cansada, no era la misma. En ocasión de las grandes reuniones anuales, en el curso de un relato se le volaban las ideas y, distraída, guardaba cogote y cabeza bajo el carapacho para dormir una corta siestita. Sin embargo, siempre le cedían el lugar de honor, mientras otras tortugas, de entre las más antiguas y sabias, la reemplazaban en ofrecer memorias, consejos y sucedidos, y que tanto se parecían a los de Likan que daba la ilusión de que era ésta quien hablaba.
Para Likan, como para toda la vida en el desierto, transcurrieron dos largos años de extrema sequía. Likan, en su solitario retiro, apenas se había percatado de la situación. De todos modos, sentíase tranquila por los suyos, pues su gran familia necesitaba poquísima agua para sobrevivir: apenas si un sorbo de la que quisiera llover, o la que al alba pudiera recogerse del rocío depositado en las hojas de que se alimentaban. Por otra parte, había enseñado ¡tantas veces! cómo cobijarse bajo tierra siempre que allí hubiera algo de humedad... En estos pensamientos la vieja tortuga se estaba dejando estar cuando cayó en la cuenta de que había transcurrido un tiempo demasiado largo sin la alegría de las tradicionales visitas de los suyos.
-¡Caramba!–se dijo-, ¿acaso ignoran que los viejecitos necesitamos un poco de compañía?
De repente, un desmedido tropel la sorprendió, y presto, preventivamente, se refugió en su carapacho.
-¡Abuelaaa!, ¡Abuelitaaa!, ¡Likaaan...! -exclamaban diversas, perentorias voces.
-Yo, que me quejaba de la soledad, y de pronto recibo más visitas de las que jamás soñara... -reflexionaba Likan aún dentro su carapacho.
-¡Ayúdanos Likan! ¡Ayúdanos Likan! -repetían ahora las disímiles voces a coro.
Likan -ya con la cabeza fuera del carapacho- azorada, no acertaba a interpretar el sentido del clamor. Claro, si el esmeril de los años no hubiera enturbiado tanto sus ojos, hubiese descubierto de inmediato la causa del clamor: un heterogéneo haz que incluía a casi todos los vecinos del desierto la rodeaba: guanacos, avestruces, maras, unos pocos caballos cimarrones, piches, zorros, y buena parte de la fauna alada exhibían claras muestras de que el enemigo común, la Sed, hacía estragos. Tomó la voz cantante un viejo guanaco que mostraba el belfo caído, los ollares rajeteados, los ojos ardidos de polvo y fiebre:
-Abuela tortuga, hace ya no sabemos cuántas lunas que no llueve. Se secaron las aguadas..., no hubo nevadas, ni siquiera el granizo perló la cumbre del cerro. Hemos mandado emisarios a los cuatro vientos. ¡Hasta el Río Colorado -nos informan-, parece un arroyuelo! ¡Pereceremos de sed, Likan! ¡Ayúdanos a buscar agua, a encontrarla... !
-Estoy tan vieja, hijos -respondió Likan luego de breve reflexión- que no tengo energías para emprender un largo viaje... Siento estar cerca del viaje sin regreso. Si encontraran cómo transportarme hasta el llano, hasta el pie del cerro, talvez, talvez, con suerte pudiera ayudarlos.
Likan se sintió prestamente izada a gran altura. Encontró grato, por tibio y mullido, el lugar donde la colocaron, y, enseguida, se quedó dormida. El gran avestruz que la portaba emprendió la cuesta abajo con extremo cuidado. Una vez en el llano, fue depositada sobre la tierra reseca, resquebrajada. Inició Likan su marcha, bajo la mirada ansiosa de sus vecinos. Se detenía con frecuencia. Cerraba los ojos a tiempo que movía las agrietadas patas cual si nadara, pero sin avanzar. Tomaba un sendero para enseguida cambiarlo por otro, al parecer sin concierto alguno. Así, horas y horas, sin darse cuenta de que en el esfuerzo gastaba los últimos tramos del hilo de vida que le quedaba. Se detuvo ante una gran piedra blanquecina, escarbando con el pico a su alrededor, una y otra vez. Dirigiéndose con voz temblorosa, casi inaudible, a un piche que no se había apartado de su lado, le instruyó:
-Cava bajo esta piedra, hijo. Cava, pero no muy inclinado. Agua, agua ha de haber.
El piche inició la excavación de la que era reemplazado sucesivamente por sus hermanos. Los expertos zapadores desaparecían en la cueva, primero arrojando tierra y arena al exterior, luego desapareciendo brevemente para reaparecer reculando con su carguita de tierra.
Cuando la espera se tornaba insoportable, como un bálsamo renovando las esperanzas, llegó a los agudos olfatos de los sedientos un leve olor a tierra húmeda, que hizo temblar de emoción a todos. Luego, un curso insignificante de agua barrosa comenzó a fluir, tornándose de a poco más cristalina e intensa hasta formar un charco. Olvidando el concierto a que los había sometido la desgracia común, los más fuertes se lanzaron hacia el agua, mientras las aves volaban en círculos de loca algarabía. Bebieron todos hasta quedar ahítos. Una paz inmensa descendió desde las primeras estrellas.
Likan tuvo aún ánimo para despedirse de cada uno. Rechazó ser transportada de regreso a su lar en la ladera del cerro Auca Mahuida. Sola, inundada de honda paz, se allegó al charco, humedeció sus pétreas patas, sumergió la cabeza un instante en el agua. Luego, trabajosamente se alejó unos pasos. Levantó la vista al cielo, del que sólo percibió la esfumada estela de la Vía Láctea. Sintió, serena, que el compás de su noble corazón se hacía a cada momento más lento, como cuando iniciaba el largo sueño invernal al amparo de la tierra. Por vez primera se durmió con el rugoso cogote y la cabeza fuera del carapacho. El amanecer la descubrió cubierta de rocío, inmóvil; y, el pétreo carapacho, una piedra más entre las piedras.
La mesa del pobre es escasa y el lecho de la miseria es fecundo.
Josué de Castro
Los medallones de papa, que la Emilia Kallvuray se aplicara en las sienes al acostarse para combatir el dolor de cabeza y la debilidad, durante la noche se habían transformado en resecos discos con oscuros capilares dispuestos como las nervaduras de una hoja. La Emilia estudió los medallones en la primera claridad de la mañana.
-¡Ah...! ¡Tenía razón el Nombrao! Mi mal es de las venas... y este color, la sangre... -reflexionó abrumada. Se arrebujó bajo las colchas haciendo crujir los papeles que había dispuesto bajo el colchón para que la aislaran del frío. Su corazón comenzó a protestar. Un difuso dolor se le asentó en la nuca. Ella sabía que allí permanecería toda la jornada intercambiando sordos, dolorosos mensajes con las sienes.
Tomó una bolsa y marchó hacia su trabajo.
-Necesito hacerme de algunos pesos pa’verlo al Nombrao -pensó mientras caminaba. Acariciaba la esquina anudada de un pañuelo donde guardaba los últimos pesos que le quedaban de la quincena. Antes de llegar a destino, se puso el guardapolvo azul que ocultaba su pobreza, e ingresó a la céntrica confitería en cuya cocina trabajaba.
-Tal vez sean las venas nomás... ¡Santito Ceferino! dejaré unas monedas pa’comprarte una vela- fue su último pensamiento antes de iniciar el lavado de una montaña de vajilla que llenaba las piletas y ocupaba parte de la mesada en el estrecho y sórdido ambiente que era su lugar de trabajo.
Los fondos del rancho de El Nombrao daban al zanjón de Cordón Colón. Los ranchos y casitas vecinas se alejaban a prudenciales veinte metros. A partir de allí se apretujaban en una asfixia de barro, latas y maderas cancerosas. La villa -asentada en una axila de la barda- estaba acostumbrada al tránsito de presencias humanas fugaces que, con su movilidad, extendían -¡vaya a saberse hasta dónde!- la fama de El Nombrao. De vez en cuando la policía reducía en algo la población villera. Huéspedes forzados de los calabozos regresaban luego de una, dos semanas, con la palidez del encierro. En ocasiones, algunos eran tragados por la vasta boca de lo ignoto.
Era cosa sabida que El Nombrao nunca dormía, que sus ojos atravesaban paredes y distancias, que sus orejas percibían hasta los más leves murmullos día y noche, noche y día. Bastaba pasar por frente del rancho para ver brillando, como si estuviesen en el fondo de un túnel, las ascuas amarillas de dos ojos que no conocían la piedad de los párpados. La gente decía El Nombrao con un suspiro, pero en verdad pensaba en el Ojo-de-dios.
El Nombrao confesaba a las mujeres de la villa. Recibía a los hombres sólo para curarlos, darles consejos y recomendaciones que eran veladas órdenes. De los machos no preciso chismes, carajo, solía decir. Violentándose para descender hasta los hombres, ejercitaba una justicia sagaz y socarrona, pero, por encima de todo, desde su silla cubierta con un hermoso pellón de oveja, deparaba sanaciones o muertes.
-¿Quiere decir que estoy jodido por demás? -exclama un muchacho macilento. El Nombrao contempla el infinito por sobre la cabeza del enfermo.
-¿Así que ni'anque vaya pal hospital? El Nombrao caza un piojo que le trepa por el brazo. Su silencio es la condena. El enfermo debe aprestarse a recibir una muerte cercana, con resignada mansedumbre.
Los curas intentaron vanamente disputar su dominio. Organizaban kermeses, llevaban los niños al catecismo, pero entre las mujeres no cosechaban sino excepcionalmente alguna confesante, hasta que el padre Raúl tomó el toro por las astas: confesaba a El Nombrao en sesiones agotadoras. Por boca del confesante la villa se vaciaba de pecados como un odre colmado que súbitamente se rasgara.
La Emilia estaba contenta. Algunos clientes habían devuelto, sin probar, varias mitades de sánguches que engordaron su bolsa. Ahora arrastraba su cuerpo sin sombra hacia la villa. Le pesaban como piedras las cuatro peras de agua que compró para El Nombrao -conocía su preferencia por esa fruta-, y con la boca reseca protestó:
-Cuatro cincuenta el kilo... ¡hijos de puta!
Cuando llega a la vecindad del rancho de El Nombrao, tres hombres merodean por las cercanías. Éstos, hace pocos días, habían visitado a El Nombrao trayendo un buen asado y una damajuana de vino. En esas ocasiones el dueño de casa se permitía algún gesto amistoso, aunque luego podía cobrar con usura la confianza generada.
-Las mujeres deben andar codiciando tu fortuna -dice, imprevistamente, mirando a Chato Aravena.
-Capaz nomás... -responde el Chato, poniéndose en guardia.
-¿Y? ¿Qué tal es la Mocha en la cama?
-Y... como todas... Usté sabe cómo son las mujeres.
-Si, pero te pregunto...
El arrastre de la ene, conlleva una velada amenaza.
-Ya sé que hi pecado... Perdón, maestro.
-Estás perdonado, hijo. Y más: el marido de la Mocha hace años que está acabado por el vino... Sic transit gloria mundi; al fin de cuentas, omnia vincit amor. (Cuando el Ojo-de-dios comenzaba con los latines, ráfagas de escalofríos se extendían por la villa.)
-Fijensé muchachos, un conocido nuestro, días pasados, perdió toda la plata en una truqueada en Esportivo Limay... No conforme con eso, se jugó la fruta del carro.
Juancito Norambuena -otro contertulio- sumerge la cabeza entre los hombros. Prosigue El Nombrao displicente, inexpresivo, pero sin quitarle la mirada:
-No creas que lo que hacés es pecata minuta. Un día de estos, te encontrarán mirando el cielo bajo la helada con los ojos de hueso, nulla redemptio.
Los hombres abandonaron asado y damajuana, y se sumergieron en la noche. Desde entonces reclaman con su muda presencia el perdón de El Nombrao.
La Emilia se sentó esperando que los hombres se marcharan. Depositó, por fin, su ofrenda en el cajoncito forrado con papel floreado que siempre estaba a los pies de El Nombrao.
-Sentáte, estás muy cansada.
-Gracias, maestro.
La Emilia le entregó los medallones de papa. Los ojos del Ojo-de-dios se iluminaron levemente contemplándolos en la oscuridad. Se los devolvió, condecorándola con la muerte.
-Emilia Kallvuray, estás muy vieja. Dejarás de ir al trabajo.
La Emilia forzaba la oscuridad tratando de encontrar los ojos de El Nombrao.
-Podés venir a retirar tu puchero todos los días.
-¿Y cuando no tenga fuerzas pa venir?
-Será porque ya no precisarás comer, Emilia.
Los ojos del Ojo-de-dios recorrieron la villa. Percibía hasta el más apagado murmullo. Resonaban en sus oídos los pobres lechos en trabajo.
-Hay esta noche, aquí, Emilia, muchas vidas nuevas. Nuestros vecinos están haciendo las cosas bien... Hasta el rancho de la tonta Elena tuvo visitas... -subrayó la noticia con una sonrisa filosa, y prosiguió:
-Casi le comen los garrones al pretendiente los ocho perros de la Elena... No lo dejaron en paz hasta que la tonta lo acogió bajo las colchas. Esta es nuestra fortuna Emilia Kalvuray: por más que hagan no podrán borrarnos de la Tierra.
La Emilia, vieja lechuza herida, se asentó en el patio. Miró a su alrededor, agradecida, las fértiles camas de la pobreza.
* Las Camas de los Pobres fue Primer Premio del Primer Concurso Patagónico Literario que incluía a la Prov. de La Pampa y que fuera convocado en l985 por la Fundación Banco Provincia del Neuquén y por la Subsecretaría de Cultura Provincial.