sábado, 6 de febrero de 2010

LAS CAMAS DE LOS POBRES. Un cuento del Tata Herrera.


                                  http://elcharko.wordpress.com/fotografia/         
     La mesa del pobre es escasa y el lecho de la miseria es fecundo. 
                                                                                                Josué de Castro
                         

    Los medallones de papa, que la Emilia Kallvuray se aplicara en las sienes al acostarse para combatir el dolor de cabeza y la debilidad, durante la noche se habían transformado en resecos discos con oscuros capilares dispuestos como las nervaduras de una hoja. La Emilia estudió los medallones en la primera claridad de la mañana.
-¡Ah...! ¡Tenía razón el Nombrao! Mi mal es de las venas... y este color, la sangre... -reflexionó abrumada. Se arrebujó bajo las colchas haciendo crujir los papeles que había dispuesto bajo el colchón para que la aislaran del frío. Su corazón comenzó a protestar. Un difuso dolor se le asentó en la nuca. Ella sabía que allí permanecería toda la jornada intercambiando sordos, dolorosos mensajes con las sienes.
Tomó una bolsa y marchó hacia su trabajo.
-Necesito hacerme de algunos pesos pa’verlo al Nombrao -pensó mientras caminaba. Acariciaba la esquina anudada de un pañuelo donde guardaba los últimos pesos que le quedaban de la quincena. Antes de llegar a destino, se puso el guardapolvo azul que ocultaba su pobreza, e ingresó a la céntrica confitería en cuya cocina trabajaba.
-Tal vez sean las venas nomás... ¡Santito Ceferino! dejaré unas monedas pa’comprarte una vela- fue su último pensamiento antes de iniciar el lavado de una montaña de vajilla que llenaba las piletas y ocupaba parte de la mesada en el estrecho y sórdido ambiente que era su lugar de trabajo.
Los fondos del rancho de El Nombrao daban al zanjón de Cordón Colón. Los ranchos y casitas vecinas se alejaban a prudenciales veinte metros. A partir de allí se apretujaban en una asfixia de barro, latas y maderas cancerosas. La villa -asentada en una axila de la barda- estaba acostumbrada al tránsito de presencias humanas fugaces que, con su movilidad, extendían -¡vaya a saberse hasta dónde!- la fama de El Nombrao. De vez en cuando la policía reducía en algo la población villera. Huéspedes forzados de los calabozos regresaban luego de una, dos semanas, con la palidez del encierro. En ocasiones, algunos eran tragados por la vasta boca de lo ignoto.
Era cosa sabida que El Nombrao nunca dormía, que sus ojos atravesaban paredes y distancias, que sus orejas percibían hasta los más leves murmullos día y noche, noche y día. Bastaba pasar por frente del rancho para ver brillando, como si estuviesen en el fondo de un túnel, las ascuas amarillas de dos ojos que no conocían la piedad de los párpados. La gente decía El Nombrao con un suspiro, pero en verdad pensaba en el Ojo-de-dios.
El Nombrao confesaba a las mujeres de la villa. Recibía a los hombres sólo para curarlos, darles consejos y recomendaciones que eran veladas órdenes. De los machos no preciso chismes, carajo, solía decir. Violentándose para descender hasta los hombres, ejercitaba una justicia sagaz y socarrona, pero, por encima de todo, desde su silla cubierta con un hermoso pellón de oveja, deparaba sanaciones o muertes.
-¿Quiere decir que estoy jodido por demás? -exclama un muchacho macilento. El Nombrao contempla el infinito por sobre la cabeza del enfermo.
-¿Así que ni'anque vaya pal hospital? El Nombrao caza un piojo que le trepa por el brazo. Su silencio es la condena. El enfermo debe aprestarse a recibir una muerte cercana, con resignada mansedumbre.
Los curas intentaron vanamente disputar su dominio. Organizaban kermeses, llevaban los niños al catecismo, pero entre las mujeres no cosechaban sino excepcionalmente alguna confesante, hasta que el padre Raúl tomó el toro por las astas: confesaba a El Nombrao en sesiones agotadoras. Por boca del confesante la villa se vaciaba de pecados como un odre colmado que súbitamente se rasgara.
La Emilia estaba contenta. Algunos clientes habían devuelto, sin probar, varias mitades de sánguches que engordaron su bolsa. Ahora arrastraba su cuerpo sin sombra hacia la villa. Le pesaban como piedras las cuatro peras de agua que compró para El Nombrao -conocía su preferencia por esa fruta-, y con la boca reseca protestó:
-Cuatro cincuenta el kilo... ¡hijos de puta!
Cuando llega a la vecindad del rancho de El Nombrao, tres hombres merodean por las cercanías. Éstos, hace pocos días, habían visitado a El Nombrao trayendo un buen asado y una damajuana de vino. En esas ocasiones el dueño de casa se permitía algún gesto amistoso, aunque luego podía cobrar con usura la confianza generada.
-Las mujeres deben andar codiciando tu fortuna -dice, imprevistamente, mirando a Chato Aravena.
-Capaz nomás... -responde el Chato, poniéndose en guardia.
-¿Y? ¿Qué tal es la Mocha en la cama?
-Y... como todas... Usté sabe cómo son las mujeres.
-Si, pero te pregunto...
El arrastre de la ene, conlleva una velada amenaza.
-Ya sé que hi pecado... Perdón, maestro.
-Estás perdonado, hijo. Y más: el marido de la Mocha hace años que está acabado por el vino... Sic transit gloria mundi; al fin de cuentas, omnia vincit amor. (Cuando el Ojo-de-dios comenzaba con los latines, ráfagas de escalofríos se extendían por la villa.)
-Fijensé muchachos, un conocido nuestro, días pasados, perdió toda la plata en una truqueada en Esportivo Limay... No conforme con eso, se jugó la fruta del carro.
Juancito Norambuena -otro contertulio- sumerge la cabeza entre los hombros. Prosigue El Nombrao displicente, inexpresivo, pero sin quitarle la mirada:
-No creas que lo que hacés es pecata minuta. Un día de estos, te encontrarán mirando el cielo bajo la helada con los ojos de hueso, nulla redemptio.
Los hombres abandonaron asado y damajuana, y se sumergieron en la noche. Desde entonces reclaman con su muda presencia el perdón de El Nombrao.
La Emilia se sentó esperando que los hombres se marcharan. Depositó, por fin, su ofrenda en el cajoncito forrado con papel floreado que siempre estaba a los pies de El Nombrao.
-Sentáte, estás muy cansada.
-Gracias, maestro.
La Emilia le entregó los medallones de papa. Los ojos del Ojo-de-dios se iluminaron levemente contemplándolos en la oscuridad. Se los devolvió, condecorándola con la muerte.
-Emilia Kallvuray, estás muy vieja. Dejarás de ir al trabajo.
La Emilia forzaba la oscuridad tratando de encontrar los ojos de El Nombrao.
-Podés venir a retirar tu puchero todos los días.
-¿Y cuando no tenga fuerzas pa venir?
-Será porque ya no precisarás comer, Emilia.
Los ojos del Ojo-de-dios recorrieron la villa. Percibía hasta el más apagado murmullo. Resonaban en sus oídos los pobres lechos en trabajo.
-Hay esta noche, aquí, Emilia, muchas vidas nuevas. Nuestros vecinos están haciendo las cosas bien... Hasta el rancho de la tonta Elena tuvo visitas... -subrayó la noticia con una sonrisa filosa, y prosiguió:
-Casi le comen los garrones al pretendiente los ocho perros de la Elena... No lo dejaron en paz hasta que la tonta lo acogió bajo las colchas. Esta es nuestra fortuna Emilia Kalvuray: por más que hagan no podrán borrarnos de la Tierra.
La Emilia, vieja lechuza herida, se asentó en el patio. Miró a su alrededor, agradecida, las fértiles camas de la pobreza.


* Las Camas de los Pobres fue Primer Premio del Primer Concurso Patagónico Literario que incluía a la Prov. de La Pampa y que fuera convocado en l985 por  la Fundación Banco Provincia del Neuquén y por la Subsecretaría de Cultura Provincial.

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