sábado, 20 de febrero de 2010

LA TIERRA INNOMBRADA. Un poema del Tata Herrera.

A Rodolfo M. Casamiquela

Los griegos lo intuyeron
inscribiendo su nombre fabuloso
-País de los Atlantes-
en el pentagrama de sus sueños:
Islas más extensas que la Australia,
viajando a la deriva
hasta encallar sobre un lomo
sumergido en el piélago,
fundando un continente
a tan luengas distancias,
que emprendiendo el viaje
en la edad de la inocencia,
salvadas las celadas del mar y sus sargazos,
se avizoran sus costas cuando viejo.
Pero la tierra allí se sabe
lamidas márgenes en la paciencia
de las mareas, tierra de no saber
dónde nace, dónde cesa,
aunque escuchando la lengua
de los grandes peces,
la nocturna llovizna de las aves de alto vuelo,
pudo saberse que discurre
desde el hielo, hasta el hielo.
Diz que un ave madrastra de abismos,
constructora de nidos
donde se agosta el aliento,
volando un día muy alto,
-más allá de una atalaya
de nubes leves como sueño-
pudo verla:
            El tórax expandido hasta perderse
            en los celajes de auroras boreales;
            la cintura de avispa u hormiga,
            el vientre, las caderas rebosantes de vida,
            vulnerando los costados del viento,
            los pies de pura piedra,
            refrescándose en témpanos australes,
            ríos de bocas reptiles en bostezo,
            mares de agua dulce, con sus caseras mareas.
            La tierra escucha estas consejas,
            pero sólo atiende su propio corazón,
            que enraíza en los abismos
            donde se funden las piedras.
            Toda vida crece y se expande en su materia:
            toda vida le cabe, toda vida y su tragedia.
            Innominadas las cosas como el día primero,
            ni los pájaros sabían que serían bautizados
            con su propia onomatopeya.
            ¿Cómo se llamará ese árbol, de madera tan prieta
            que se hunde en las aguas
            como fierro, como piedra?
            ¿Quién nombrará esa flor en que palpita
            una gota de sangre del Edén reciente,
            con un labio -un pétalo digo-,
            más celeste que terreno? ¿Y esa ave,
            que acaba de romper el huevo
            del tamaño de una arena?
            ¿Y esa culebra de cuerpo inabarcable
            como la mala suerte, que navega
            con la cabeza allá, arriba,
            sobre el alcázar del mástil de sus vértebras?
            ¿Y esas alturas donde todo aliento
            se convierte vapor, cual resuello de ballenas?
            ¿Y esa bestia bisulca, airosa doncella,
            investida de un manto que codiciaran las reinas,
            transitando senderos más vecinos al cielo
            que a la tierra? ¿Y esa otra que inventó su vestido
            con hilos de la nieve, hollando
            la materia de su propio vestido
            cual témpano terrestre?
            De parto en parto se deja estar la tierra:
            la mano que alumbra la vida
            amasa la materia de la muerte.
            Milenios de milenios esperó su frente invicta
            a la bestia vertical, aquella que vulnera toda paz
            con su presencia.

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