no se extrañe que se tenga que recurrir
a métodos represivos de penitenciaría.
LUIS LEOPOLDO FRANCO
Mi mamá abrió la puerta de la escuela. Antes de llegar, vi que se tomaba la pollera como para secarse las manos, olvidando que tenía puesto el vestido nuevo, el de ir al Culto; aunque en verdad el vestido no era nada nuevo, sino el más alegre, el menos gastado. Siempre que estaba nerviosa, hacía lo mismo. Cuando regresamos, a cada rato se daba vuelta para apurarme, aunque yo venía, como acostumbraba, unos pasos atrás. Me gustaba seguirla así, sobre todo cuando su sombra se alargaba a sus espaldas; entonces me entretenía: -¡Ya te piso la trenza!, ¡ya te piso una mano!, ¡ya te piso la cola!... Mamá me retaba para que caminara con tino.
Uno de mis orgullos (todo en ella me enorgullecía) era verla andar, y cómo los hombres se daban vuelta a decirles cosas... Mamá se hacía la que no escuchaba.
Mamá abrió la puerta -les decía- y me invadió una serie de olores nuevos. Reconocí entre ellos el de la leche con cascarilla que dan en la escuela, el mismo que inunda la bolsita de útiles de mi hermano mayor, ese olor del jarro de aluminio que está en el fondo, sobre un lecho de migas de pan.
Había mucha gente. Muchas madres con sus cabros. Habían dispuesto algunos escritorios dividiendo en dos el patio cubierto al que daban las aulas. Estábamos muchos chicos de nuestro barrio, y unos pocos del barrio de viviendas nuevas que se había hecho cerca de las bardas. Las maestras atendían en dos escritorios frente a los que se formaban dos colas bien distintas: la nuestra y la del barrio nuevo. Los chicos de ese barrio andaban muy sueltos jugando, mientras nosotros estábamos pegados a la falda de una mamá, de una tía o de una vecina. Como nuestra cola era más numerosa, la maestra que atendía el otro escritorio -el de la cola elegante- nos ordenaba que, a partir de determinada persona, formáramos frente a su escritorio. Delante de mamá quedaron dos señoras del barrio nuevo. Charlaban con la maestra como si la conocieran desde siempre, aunque, seguro, era la primera vez que la veían. En cambio, las mujeres como mamá se quedaban calladas hasta que las interrogaban. La señora que estaba antes que nosotros llamó a su hijito para que saludara a la maestra. El chico pasó corriendo a mi lado, me empujó, y casi se sube a la silla para besarla. La señorita quedó encantada. Luego de un momento, miró a mamá.
-¿Qué desea?
-Vengo a anotar a este borrego.
-Aquí, a los alumnos se les llama niños, señora.
Mamá le entregó un papel ajado.
-¿Concurrió antes a otra escuela?
-No, señora... Es la primera vez que lo arreo a la escuela.
-¿Por qué no lo inscribió al cumplir seis años?
Mamá se quedó callada. ¡Como para que le cuente en un ratito lo que nos pasó en estos años!
-Señora, le ruego que colabore. No puedo perder la mañana con usted. ¿Fue al preescolar?
Nada. Revisó de nuevo el papel que mamá le había entregado, hizo una anotación con birome roja en su cuaderno, y nos indicó que nos hiciéramos a un lado. Dirigiéndose a la otra señorita que anotaba, le dijo:
-Otro candidato para el “C”.
Luego de un tiempo que me pareció eterno, le explicó a mamá:
-Se lo anoto “provisorio”, porque le falta el “de ene i”.
Dejó de atendernos, y se dedicó a charlar con una señora muy elegante que tenía unos zapatos rarísimos, como hechos con cuero de iguana. Como no nos tuvo más en cuenta, al rato nos fuimos. Me mantuve lejos de mamá, porque, en estas ocasiones, es capaz de darme un moquete por cualquier cosa.
No les dije todavía como era mamá, ¿no? Era buena. Aunque, pensándolo bien, la vida no hizo ninguna fuercita para que fuese así. Más bien, al revés. Aunque sabía que en la escuela me trataban como a carne de cogote, estaba siempre dispuesta a colaborar con los beneficios. Se quedaba la noche entera haciendo empanadas, y, cuando todos se borraban, agarraba el cepillo para barrer el patio cubierto que había quedado hecho un chiquero.
Mamá era linda... No como esas lindas que salen en las revistas. No. Tenía una trenza negra, gorda como morcilla, y era un lujo verla con la habilidad con que se la hacía. Tenía unas cejas anchas, unos ojos muy dulces. A veces me agarraba la pera, me hacía abrir la boca y me decía:
-Vas tener los dientes firmes como tu paire... Mientras yo tenga salú, no te va a faltar en qué hincarlos...
Bueno, de mamá soy capaz de hablarles todo el día, pero ahora no se trata de eso.
Don Julio, el carnicero, le explicó cómo era el asunto ese del “de ene i”. Resultó un embrollo. A causa de esto, mamá perdió uno de sus trabajos, porque la hacían ir al cuete. Muchas veces, cuando ya estaban por atenderla, le salían con que ya se había pasado la hora, a pesar de que mamá muchas veces se pasaba la noche en vela en la cola. Cuando al fin la atendieron, le dijeron que debía ir al Consulado, donde las colas eran todavía más largas. Yo la veía en esos días con una expresión inolvidable: los labios apretados, haciendo las cosas de la casa a toda velocidad. Hablaba sola, con palabras que yo no entendía. Una vez me miró raro, como si en realidad mirara lejos, y me dijo:
-También, qué idea la de tu paire... anotarte en Chile, cuando yo te parí aquí, de este lado.
Papá se había quedado en Temuco a hacer unos trámites. De esto hacía cuatro años. Del asunto no se hablaba, pero una vez escuché que mamá le decía a nuestra vecina, Doña Lucrecia:
-Yo sólo le pido a Dios que lo tenga vivo y con salú.
Cuando vino el asunto ese del setenta y ocho, el de la guerra..., en que echaron tanta gente sin calentarse por lo que les pudiera pasar del otro lado, nosotros nos salvamos de casualidad. Mamá le limpiaba la casa a la señora de un comisario... Cuando nos estaban por subir a un camión, cayó el comisario, habló con los milicos que nos apuntaban con ametralladoras, y nos largaron. Era bien de noche. El barrio estaba en un silencio que asustaba. Los perros de las casas que habían quedado vacías andaban desorientados; nos seguían como si fuéramos sus dueños. Cuando salió la luna, aullaron sin fin. Ahí fue cuando de nuevo sentimos los camiones, las voces secas, y enseguida los tiros. Matando perros. Eso. El Rubio, el perro de Doña Lucrecia -otra vecina a la que nunca más vimos- rasguñó la puerta hasta que mamá le abrió. Se metió bajo la cama de mamá. Cuando los tiros se escucharon más cerca, mamá nos empujó al suelo, salió a la calle, y empezó a putear gritando:
-¡Fijensé ónde tiran... chuchas sus madres... aquí hay gente!
Se acercaron a las carcajadas. Uno la enfocó con la linterna, mientras otro leía el papel que le había dado el comisario.
-Metéte adentro- le dijeron y la empujaron.
Nos metimos a la cama sin joderla a mamá. El viento abrió la puerta. Recién la vi de nuevo. Estaba con la cabeza del Rubio en las rodillas, lo acariciaba, lo acariciaba, y lloraba como para nunca acabar. La veía grande como una barda a la luz de la luna, y se me antojaba que, mientras ella estuviera, jamás algo malo, irreparable, podía sucedernos.
Bueno, no sé por qué carajo me acuerdo de estas cosas, cuando ustedes me preguntan por la escuela. Mamá me mandó unos días después que comenzaron las clases. Cuando me pudo comprar las zapatillas. Por supuesto, me metieron en el "C", donde íbamos los repetidores, los pobres, los más pobres y, es claro, los chilenos.
* Elegido por concurso para la publicación binacional de la narrativa patagónica argentino-chilena por la CONADEPA y su par chilena, con motivo del Acuerdo firmado dando fin al último conflicto de límites del S. XX.
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