Oleo sobre tela. Campesinos. Tillie Bellizzi. Oleo sobre tela. http://www.artelista.com/obra/6505552918243291-campesinos.html
-Y se lo llevaba nomás. Vea
comadre: no era la primera vez que el maestro Humberto Chanampa lo invitaba a
Cruz a salir de serenatas. Cruz alguito le travesea a la guitarra. Esto sí: casi
siempre en su casa. Por las tardecitas, al volver de la labranza, luego de
lavarse ruidosamente la cara, el cogote, las patas. En ocasiones -mi hombre no
sabe lo que es cansancio-, ensilla el caballo y se va de un galope a las Termas
de la Quebrada a darse un baño, aunque desde aquí, desde Cupajo, hay tres
leguas largas. Cuando se pone el sol, mientras yo trajino cocinándole, él toca
la guitarra. Y canta. Cantos casi siempre tristes: huaynitos, vidalas. ¡Pero
qué linda siento la vida cuando canta! Aunque sepa que no canta para mí...
¡Vaya a saber para quién canta! Ocasiones, me dan ganas de que el pucherito no
termine de cocinarse, para que el canto no se apague.
-¡Cómo vuá desairar al
maistro! -me dice-, cuando al señor Humberto, el maestro, se le antoja
invitarlo. Él, mi Cruz, sabe que yo me enculo cuando sale con esa compaña,
porque el maestro es por demás de chinitero, pordelantiador de solteras y
casadas. Y cuando entra a farrear, se sabe eso: que entró a farrear; lo que no
se sabe es cuando va acabar. Yo, al Cruz, cuando vuelve de la farra, flaco,
ojeroso, oloriento, le planto una cuarentena de palabra... y de cama. Si se
acuesta en la cuja grande en el rancho, yo me voy afuera aunque esté helando. Y
él: -Mujier, vení pa'dentro, no seás tirana... Y al rato: -Mujier, por esta cruz te juro que no vuá'tocarte... Y a mí,
se me hace verlo poniendo el dedo gordo en cruz sobre los labios. ¡Bah!,
cuarentena digo, comadre, pero por lo menos una semana... Bueno, no es para que
se me ría, comadre... ¡Ay!, solo yo sé lo que sufro, aguantándome las ganas de
ver los regalitos que me trae, porque por más que se lo pase todo el tiempo
puntiao[1],
meta ¡salú!, ¡vaquita echada!, con el maestro Chanampa, nunca olvida traerme
una gollería: que una agua florida, que un pañuelo, que un queso de cabra.
-Pero yo le estoy
agradecida. Aunque soy machorra, nunca me lo hechó en cara, creameló comadre.
Al contrario. ¡Siempre bromeando! -¿No sabrá ser que yo soy toruno[2],
incapaz de hacerte una guagua?- me decía, consolándome en la desgracia. ¡Si
habré llorado a escondidas, cuando veía que se le iban los ojos tras alguna
guagua...! ¡Tanto que le gustaban! No dejé empeño sin hacer, conjuro sin
practicar, ensalmo sin pronunciar, yuyo sin probar, curandera sin visitar,
buscando quedar preñada, hasta esa vez que vino aquel curandero ciego, ¿recuerda?,
a tratar a la gente de Huaco, cogida por el Mal de la Tristeza... El Cruz,
propiamente mi Cruz, me llevó hasta Huaco. El ciego atendía en una pieza oscura
como el espanto. Hasta hoy, me da no se qué recordarlo: -Avanzá tres pasos -me
ordenó con esa voz como si hablara desde un pozo. -Ahura adelantá las manos... Así
hice, y en el acto me tomó de las manos con las suyas, enormes, calientes,
suaves... Cuando le conté porqué lo visitaba, y que le habíamos traído una cabrilla
gorda de regalo, me hizo que me echara en una cama... ¡Todo tanteando, porque
no se veía nada! Hablaba y hablaba -¿cómo le diría?- como cura en misa, sin que
se le entienda palabra, mientras me tocaba, me tocaba... las manos, en fin... y
en otros lados; yo estaba como entredormida, pero de repente me di cuenta que
me levantaba la pollera, mientras me llevaba la mano a... hacia sus partes. Yo
estaba mojada como cuando... ¡bueno, usted sabe! -y disculpe comadre-, entonces
salté de la cama, le grité a mi hombre, y por su voz, me fui hasta la puerta,
salí al patio, agarré la cabrilla que estaba colgada de un gancho en el alero
del rancho, y sin decir palabra, me fui para el caballo. Mi Cruz venía tieso
como estaca. Cuando anduvimos un trecho, se dio vuelta, me miró firme y me
dijo: -¿Te faltó ese carajo?" Yo le dije no con la cabeza, porque le había
visto esa luz repentina en los ojos, que le extraviaba la mirada... Lloré,
lloré todo el camino... ¡Piense comadre en las distancias que hay de Huaco
hasta Cupajo!
-Así pasaron los años. Mi
Cruz nunca me hizo faltar nada. Empeñoso como pocos... Él fue de los primeros
que aquí dejó de sembrar sólo máiz, y comenzó a cultivar pimiento, ají,
comino... Y a vender bien. Progresamos. Y él, con esa determinación de agrandar
el rancho, hasta hacer esa casa, esa casa enorme... porque necesitaba en qué
gastar sus energías, cuando tras las cosechas reposa la tierra, y los rastrojos
se tornan amarillos... pardos. -¿Quién te dice, Clara, -me decía- si algún día
se te da por parir, y llenamos la casa de chinitas y changos?
Tal vez porque lo
entristecían las fiestas de fin de año en ese caserón despoblado, siempre se
las arreglaba para que de Navidad a Reyes, lo pasáramos de casa en casa de sus
compadres, que son tantos. Gastaba una fortuna en regalos a sus ahijados. Ese
año, me dejó un dos, tres de Enero, y se fue a farrear a Corral Quemao. Cuando
iba a Corral Quemao, yo me quedaba tranquila, porque seguro que la farra era en
lo de Don Marcelino Ríos, ¡tan amigo y compadre! Me sorprendió volviendo
prontito, la Noche de Reyes. Venía contento, a los alaridos, como sabe hacer
cuando llega enfiestao. Montaba el moro peruano, lo hacía girar a todo paso en
el patio, y déle gritar: -¡Albricias! ¡Albricias!... ¡Clara, carajo, vení a ver
lo que ti'tráido!" -Yo me dije: Este viene por demás machao... Tenía
puesto el poncho de vicuña... había llovido y estaba fresco. Paró el caballo, y
se reía. Yo le dije: -Apiesé, hombre; deje de alborotar. Y él como si nada.
-¡Adiviná mujier lo que ti'tráido! -y movía un bultito bajo el poncho. Y yo,
por seguirle el juego, ¡meta adivinanzas...! -¡Frío, frío, carajo! -respondía a
cada adivinanza, hasta que por ahí, cambió el tono, y me dijo: -Vení, mujier
agarrala...- ¡Era una guagua! ¡Casi se me cae el niño de la emoción y el pasmo!
Me dio un frasquito con miel de palo[3],
para que lo entretuviera si el niño lloraba, y ahí nomás dio la vuelta, y salió
volando. Desde la tranquera gritó: -¡Me voy pa'La Quebrada, mujier... La mama
de Domingo Llampa, tiene una burra recién parida! Sus palabras se mezclaron con
el paso del caballo.
-¡Ay, comadre, me daba
vueltas la cabeza! No me animaba ni a dejarlo sobre la cama, y menos
abandonarlo por un momento, para llamarla a usted, tan baquiana en criar
guaguas... Cruz volvió de madrugada, con la burra cabestreando, y un burrito
precioso, pequeño, en brazos. Panchito,
lo bautizamos, ¡hermanito de leche de nuestro hijo, el Pancho! Lo demás, lo que
vino, comadre, todo lo sabe.
-¿Se fijó comadre, que
siempre hablo de Cruz, como si anduviera por las sementeras, como cuanta?[4]
Usted hace lo mismo, cuando recuerda a su finadito Natal del Carmen... De la
gente vieja, las puras viudas vamos quedando... El hecho es que mi Cruz, como
siempre, se salió con la suya. Cuando el niñito ya estaba en edad de llevarlo a
Belén para anotarlo, un día, mientras mateábamos, me preguntó: -¿Sabís como se
llaman los regalos que se hacen pa’Navidad, o pa’Reyes? Él mismo se contestó: -Aguinaldos...
De ahí le salió la ocurrencia de nombrar Aguinaldo
a nuestro chango. Conociéndolo cabeza dura como era, no le opuse reparo. Consultando
El Santoral en la capilla, vine a saber que a los nacidos en Reyes, les nombran
Epifanio, por la Fiesta de la Epifanía, es claro. Así se lo comenté, pero él,
como oír llover. -El chango es regalo de Reyes, y si mi compadre, Don Estratón
Ferreyra no se opone, se llamará Aguinaldo.
Qué se iba a oponer el Juez de Paz, su compadre. Cuando lo llevamos a anotar en
Belén, yo tenía todavía una esperanza, pero Don Estratón largó la carcajada:
¡Linda ocurrencia, compadre! Regalo de
Reyes: ¡Aguinaldo seguro será el
chango!
-¡Ay!, comadre, ayudemé a
moverme un poco de la silla, que me hallo entumecida. Se ha hecho tarde... ¿Qué
sería de mí, sin su compaña? Ya van para diez años que vivo aquí, en su casa.
Gracias... ¡Sí sabré que me quiere como a hermana! Ahora, me pregunto: ¿A quién
habrá salido así, mi Aguinaldo? ¿A sus padres? ¡Que nada de lo mucho que le
dejó mi Cruz le importe! Que todo vaya dándolo, a los que lo necesitan, y a los
aprovechados... Es como si quisiera pagarle al mundo entero que nosotros lo
hayamos criado... Que mi Cruz, recogiéndolo, lo salvara de una muerte segura,
recién parido, huérfano de madre. Y no le faltan condiciones. Si hasta esa mano
especial para las sementeras que tenía mi Cruz le ha heredado. Me han contado
que a la finca la cultivan otros... Que él se ha reservado sólo el cerco del
frente de la casa, donde hace la huerta, ¡para que le coman todo, las gallinas,
los chanchos de los allegados! ¿Será cierto -no me mienta por piedad, comadre-
que ha dejado las habitaciones principales, y que vive como siempre, solo, pero
en el pesebre que para el Moro construyera su padre? ¿Que como fue cediendo
pieza a pieza a los allegados, cerró la puerta del establo, y ahora entra y
sale por una ventana? Ojalá pronto el Señor se acuerde de mí, para no saber más
nada. ¡Ay!, comadre.
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