jueves, 6 de mayo de 2010

CEMENTO INDIO* Un cuento del Tata Herrera.

    Desde el bajo en que trabajamos, apenas divisamos la cumbre del Auca Mahuida (1). Llevamos demasiado tiempo metidos en este trabajo. Mucho más del que al principio suponíamos necesario para hacer las excavaciones y plantar las columnas de una línea de media tensión. Casi toda la traza de la línea resultó estar sobre una tenaz capa de cemento indio (2), contra la que poco pueden nuestras herramientas. A fuerza de barretas, puntas y mazas, concluimos la excavación para una columna cada dos días y la yapa. Por suerte, el Negro Acosta conoce un poco de diez oficios. Se da  maña para templar las herramientas en el fuego de una precaria fragua, a golpes de martillo sobre un riel y sumergiendo finalmente los fierros en agua, o en el aceite desechado del viejo Chevrolet canadiense -rezago de la segunda guerra mundial- equipado con un aparejo para erguir las columnas.
   -¿Quién se hará cargo de la dinamita? -pregunta el Gordo Vallejo.
   -Dejenlá por mi cuenta -responde el Negro, que, ¡cuándo no!, se declara experto en explosivos, afirmación que sustenta en su experiencia de dinamitero en las canteras  que proveyeron de basalto a El Chocón. Levanta su diestra mostrando el meñique en garra, y comenta:
   -A este dedo me lo hice puré en Zapala... No di parte de enfermo porque al día siguiente cobrábamos la quincena, y yo estaba encamotao con una puta del pueblo... –y el recuerdo le pinta una sonrisa.
   Yo manejo el camión, si manejar puede llamarse a sudar la gota gorda dando  manija  hasta que el vejestorio arranca, para luego recorrer los cien metros rituales entre excavación y excavación. Desde la torreta de la cabina del camión contemplo el trabajo. Estamos desanimados. Avanzamos con exasperante lentitud. Escasean los víveres. Para peor, los tachos en que nos trajo el agua el contratista contienen restos de gasoil. Esa agua lo tiene a mal traer al santiagueño Santucho, que convive con una diarrea con la que parece consustanciado y que lo está dejando puro hueso. Pese a la enfermedad, ¡qué aguante para el trabajo y los soles! Mientras los demás nos refugiamos en las siestas a la sombra del camión, o de un ocasional chañarcito, Santucho vaga buscando bichos o acarreando leña. Enciendo la radio del camión, que, fiel a su costumbre, se empeña en propalar una maraña de carraspeos metálicos captados de las emisoras de las compañías petroleras. Sólo alta la noche, o muy de madrugada, podemos escuchar algo de música por onda corta. Se obstinan mis compañeros en dar los últimos golpes de maza, luego de que los convoco a comer. Flotan en el guiso campamentero briznas de corned beef (cornabí, en nuestra jerga) y escasos goterones rojos de la última media lata de tomates. Es notable el tufo a petróleo del engendro. Porque el agua también escasea, ya no puedo darme el lujo de colmar los tarros en que cocino para que rebalsen con el primer hervor, recurso con el que quitaba buena parte del mal olor.
   Mientras, Tognola, el contratista, espacía sus visitas, consciente de que el horno no está para bollos.
   -¡Mierda maestro! ¿Ya cocinás con el puro querosén? -me increpa bromeando el Negro.
   -¡Qué cagada te has mandao agarrando el trabajo por tanto! -gruñe sorprendiéndonos el Gordo, a tiempo que clava sus ojos enrojecidos en el Negro.
   Máximo Inostroza -el otro compañero que faltaba mentar- ni levanta los ojos del plato. Come siempre en silencio. Habla cuando se lo aborda, y, esto, si reputa que la respuesta es ineludible. Sólo en dos ocasiones lo escuché decir algo espontáneamente. La primera, al contemplar un grupo de avestruces: "¡No tener boliadoras!". La segunda, cuando Santucho pugnaba por desencovar un piche: "¡Metalé dedo en lo culo!", receta que el santiagueño aplicó de inmediato, logrando su presa. Desde entonces, cada vez que una tarea se torna engorrosa, alguien exclama: "¡Metalé dedo en lo culo!".
   Máximo, nativo de estos desiertos, es nuestro ángel salvador; sus excursiones cinegéticas, siempre productivas; los piches, sus víctimas preferidas. Algunas veces, luego de estudiar el cielo, se pierde noche adentro llevando un mechero de querosén al que colocó un reflector de lata. Casi siempre regresa con piches, o perdices que nos saben a cielo al reemplazar al odiado "cornabí".
   -Dejá de romper las bolas con el contrato, Gordo. Mirá que ninguno de los otros jode. Yo, y vos, agarramos la contrata...
   -Quien por su gusto padece, vaya a la mierda a quejarse -responde tardíamente Acosta, mordiendo cada palabra.
   -A vos te pareció dulce de leche -se mofa Vallejo.
   -¡Qué mierda! Cuando sacamos la cuenta de los pozos que podíamos hacer en un día, comenzaste a contar plata por adelantao, güevón -replica el Negro, y con razón, pues ambos son responsables de esta changa.
   Me preocupa la creciente animosidad de éstos. Sé en qué pueden terminar estas inquinas. Decido mediar:
   -Estamos todos cagados. Nada ganaremos sacándonos los ojos entre nosotros. Lo que debemos hacer es exigir al gringo que traiga herramientas apropiadas para el trabajo.
   -¡Y que traiga agua y comida como pa cristianos! -agrega Santucho. El Gordo arroja su plato de latón bien lejos, hacia el monte.
   A la noche, sólo el insaciable Vallejo hace honor a los restos un tanto ácidos del almuerzo. Los restantes nos conformamos con un tarro de matecocido y un trozo de galleta casi lítica luego de un mes en el desierto. El Negro Acosta me dice por lo bajo:
   -Voy a desabrigar La Negrita -y marcha a buscar su guitarra.
   Con delicadeza inesperable en sus rudas manos, quita las dos mantas que la cubren. Se ubica a prudencial distancia del fuego para que el calor no ofenda al instrumento. Templa con paciencia, puntea una vidalita... se adentra en una milonga y canta:

                                                   Son náufragos del desierto
                                                   los sufridos changarines,
                                                   trabajando en los confines
                                                   donde sólo canta el viento,
                                                   que sopla su seco aliento
                                                   sobre el sudor animal,
                                                   que se hace costra de sal
                                                   sobre las pieles curtidas,
                                                   mientras llora como herida
                                                   la más honda soledad.

   Torna a abrigar amorosamente su guitarra. Desde el silencio nos llega un dulce piar.
   -Son choiquecitos (3) que se asustaron por algo... -comenta Vallejo.
   Pasan los días. Hastiados de nuestra impotencia ante la costra calcárea, por tácito acuerdo nos turnamos en contemplar las lejanías por donde transitan los vehículos  de las petroleras sembrando en el desierto larguísimas estelas de polvo ceniciento. Un día, a la hora de una comida triste, decidimos abandonar momentáneamente las excavaciones para avanzar con la picada, mientras esperábamos que apareciera el contratista con nuevas provisiones y la dinamita. El cambio de tarea traía un soplo de bonanza. Máximo aportó cuatro huevos de avestruz. Las tortillas que cocinó merecieron  alabanzas. Yo -¡justamente yo!- vine a caldear los ánimos con un comentario:
   -Días pasados hablé con un ñato de YPF... Me dijo que el pliego de la licitación de esta obra estipula que el contratista debe proveer herramientas especiales: compresor y dos martillos neumáticos.
   Los compañeros quedan absortos, con los tenedores al aire. Ya lanzado, prosigo:
   -Me contó, además, que Tognola no es contratista; subcontratista, y gracias...
   En el silencio me pareció percibir el rumor de la tortilla descendiendo por los gargueros.
   Aunque mis obligaciones, de acuerdo a lo pactado, se limitan a cocinar, manejar el camión y operar el aparejo, doy una mano en cuanto puedo. No poseo ni remotamente las muñecas de acero ni el aguante sobrehumano de los otros, pero sé que agradecen mi actitud. Adelantamos unas cuantas cuadras la picada. Desde la eminencia a que llegamos se observa clarito el Auca Mahuida. Anoche cayó un fuerte aguacero en el cerro; aún se divisan hilitos de plata por sus laderas. Esta mañana, al levantarnos, Máximo no estaba. El Gordo sospecha una deserción. Yo lo defiendo. A media mañana regresa Inostroza con dos grandes tarros colmados de agua de lluvia. Toma sus herramientas y se incorpora al trabajo. La poca agua que nos quedaba, verdeaba y hedía. Empleé la última carne en lata para el almuerzo. A la noche cenamos tortillas de harina y grasa al rescoldo, con matecocido. Por obra del agua pura bebida desde la mañana, observo que Santucho deja de correr a cada rato a los  yuyos. Brillan cercanas las estrellas cuyo fulgor en algo menguan hacia el este a los enormes mecheros de gas venteado.
   -¿Qué distancia habrá hasta los mecheros (4)? -pregunto.
   -Tres leguas, más o menos -me informa Santucho. Como si escucharan que a ellos nos referimos, nos llega por momentos su remoto fragor.
   -En esta época vuelven a pasar los cisnes. Esos bichos vuelan hasta de noche. Las llamas los desorientan. Comienzan a dar vueltas y vueltas a los mecheros, hasta que por ahí... ¡chrrr...! una pasada, y caen chamuscados, ciegos, -relata el Santiagueño.
   -Si habré morfado cisnes que agarrábamos bajo los mecheros de Medanito (5) -memora el Gordo.
   El fogón apenas parpadea. Nos sorprende gratamente la guitarra. Apenas si divisamos al Negro, quien sentado en un tarro, lejos de nosotros, de cara a los resplandores de los mecheros, canta:

                                                  Antes que ese toro cruel
                                                  del cansancio los derrote,
                                                  llenan sus ojos de noche
                                                  y sueñan que una mujer,
                                                  como agüita de jagüel,
                                                  viene a lavarles las penas,
                                                  a quitarles las cadenas
                                                  de este pasar tan amargo,
                                                  ¡eso de vivir changueando
                                                  por unas tristes monedas!

   Es la noche de otro inacabable día. Observamos una luz que destella fugazmente y se pierde rumbo a Catriel Oeste (6).
   -Un turno de la Pérez (7) -opina el Negro.
   -No. Fijate que está más al norte. Es como si viniera para aquí -arriesga el santiagueño.
   Estas lucecitas nos sumen en añoranzas. Son la señal de los otros, del resto del género humano. De los que viven en los pueblos. Pueblos con mujeres, niños, perros, gallos, luces... Pensar en mujeres es poner un ripio en la garganta. Seguimos esas lucecitas con el alma en los ojos. Para no revelar la ansiedad, hacemos comentarios con forzada indiferencia.
   -Miren, es como si acercara a nuestra picada -opina Vallejo.
   -¿No será algún boludo que se perdió como la vez pasada? -desconfía Santucho.
   -¿Y si fuera el gringo Tognola? -lanzo el acertijo.
   -Si es el gringo, esta vez me va'conocé -amenaza Vallejo, extrayendo la voz desde el fondo de su panza. Me impresiona por enésima vez el porte de su puño. Ahora es claro para nuestros ojos avezados que el vehículo se acerca a la picada que abrimos. Al desconocido viajero aún le restan dos leguas por transitar, a marcha lentísima.
   -Voy a esconder el agua que trajo Máximo -dice el Negro.
   -Lo vamos a hacer tomar el agua podrida y con querosén a ese juna gran puta -afirma Santucho, como refiriéndose a algo pactado. Cuando el vehículo supera un alto cercano, sus faros trazan un amplio abanico.
   -Por la manera de tirarse pedos en la cuestarriba, es la camioneta del gringo  nomás-asegura Acosta.
   -Más pedos se va'tirá él, cuando yo lo aprete -gruñe Vallejo.
   Cuando Tognola descubre nuestro fogón, hace cambios con las luces, toca bocina. Observo a mis compañeros. Me acude la sospecha de que pese a todo están algo emocionados, curiosos como niños por descubrir qué serán ciertos bultos que ya se alcanzan a ver en la caja de la camioneta. Santucho bebe ahora sus primeros sorbos del vino recién llegado, y al momento ríe como olvidado de todo. Vallejo dispuso una damajuana de cinco litros entre las piernas, y bebe de su tarro de a litro, el mismo que usa para el desayuno. Tognola habla, habla: "...que Catriel, que Plaza Huincul, que Cutral Có... que los certificados... que no pudo certificar... que conseguir  permiso  para comprar los explosivos es más difícil que conseguir una audiencia con el Santo Padre”. Máximo y yo, bajamos la carga. Los restantes, frente aTognola, sentados  en sendos tarros.
   -Decime gringo, ¿trajiste el compresor, los martillos neumáticos? -sorprende el santiagueño al contratista con esa voz de seda que suele presagiar tormentas.
   -¿Compresore? ¿Compresore?
   -Sí carajo. Como te ha dicho el santiagueño. Como manda la licitación, carajo -apoya el Gordo.
   -Ma, ¿se créeno que ío dengo mosca para eso?
   -Me parece que con la cabeza de este gringo, vamos a romper el cemento indio -dice el Negro como al aire. Reímos. Tognola se pliega a las risas, esforzándose por creer que todo es una broma.
   Aparece Santucho esgrimiendo unas puntas gastadas, florecidas, imponiéndoselas a centímetros de la nariz de Tognola que retrocede.
   -¿Creís que con esta mierda se puede cavar aquí? -le increpa.
   -¡Eh!, que culpa dengo ío de las porquería que fache la industria aryentina?
   -Traé el clericó, Máximo... -solicita Vallejo con modales que harían honores en una fina reunión.      
   Viene Máximo con un jarro colmado cuyo contenido el Gordo finge beber. Toma ahora el Negro el tarro y se lo entrega a Tognola con una reverencia. Éste arroja el contenido, cuando percibe la fetidez del agua.
   -Eso no está bien. No es de personas educadas -comenta Santucho.
   -Por favor, Hinostroza, traiga otro vaso de clericó pa las visitas... -insiste amenazante  el Gordo. Pese a que las llamas del fogón arrebolan los rostros, el de Tognola se percibe pálido. A causa del vino fresco le sobreviene hipo a Santucho.
   -¡Más vale hipo, que la cagadera que me da el agua del dotor Tognola! -grita festivo  el santiagueño, quien, antes de entregar de nuevo el agua podrida al contratista, le advierte:
   -No se te ocurra votar de nuevo el clericó... Es muy escaso en estos pagos.
   La víctima recibe el tarro con manos temblorosas.
   -¡Salú! -grita el Gordo, y empina su tarro. Tognola intenta tomar un trago, pero le sobrevienen náuseas.
   -Flojo. Flojazo había sío este gringo pa la bebida. Fijensé que al primer trago ya chuña...(8) -comenta alguno.
   Beben ahora los verdugos en santa paz. Tognola me busca con la mirada, ssuplicante  Decido intervenir.
   -Bueno compas, no llevemos las cosas a mayores. No demos por el collar, lo que no vale el perro. No hagamos cagadas.
   Me dirijo a los tres principales actores, pues Máximo actuará como lo decida la mayoría. De mediar una sugerencia, degollaría al gringo con idéntica baquía que a un piche.
   -¿Sabís gringo, lo quemos' comío las últimas semanas? -pregunta Vallejo.
   -Eh, mochacho, non pude vénire ande, dratando de cobrare algo.
   -No te preocupés. Como cobrar, vas a cobrar esta noche -le asegura el Gordo.
   -¿Por qué nos has mentío que eras contratista? -sorprende nuevamente el santiagueño a Tognola.
   -Gondratista... sú gondratista... eh' lo mismo...
   -¿Así que pa vos es lo mismo una puta que el dueño del cabaré? -responde el Negro.
   -Io voy a cumplire come cabayero...
   -¡Qué putas vas a cumplir! -grita el santiagueño, a tiempo que con envidiable agilidad cae junto al gringo. Doy un alarido cuando lo veo echar mano del cuchillo. Máximo está divertidísimo. Eso delatan sus ojos. Santucho se pierde en las sombras. Enumero al contratista los sufrimientos a que nos somete. Amenazo con no salvarle el pellejo otra vez. Impongo condiciones puntuales que Tognola acepta con gestos elocuentes. Máximo revisa los cajones con la comida recién llegada. Surge radiante con dos tiras de asado. Enseguida la carne chirría a las llamas. Sonríen ahora los compañeros plácidos, totalmente olvidados del drama que, hace un instante apenas, casi consuman. No participa Tognola de la fiesta de los desheredados. Su perfil aguileño me sugiere un Dante viejo, vencido. Me invaden deseos de emborracharme hasta la inconsciencia, pero algo me contiene y persuade permanecer cuerdo, aunque más no sea para velar por ese otro desamparado, que sólo Dios sabe qué penurias habrá sufrido en su patria de guerras y en este destierro. Con el vino, a ramalazos, me llegan las mujeres.
   -¡Tengo ganas de verte en pedo, maestrito! -me grita el Gordo. Bebo de sus ojos la luz impar de la camaradería.
   -Cuando me macho, me duermo. No quiero perderme esta fiesta -respondo.  Observo que Acosta, furtivo, anda revisando la camioneta. Desde la penumbra, levanta las llaves de la camioneta para que yo las vea, y luego las mete en un bolsillo. Me preocupa algún oculto designio, pero me calmo al pensar que sólo se trata de evitar una fuga del contratista cuando durmamos. Tognola, como emergiendo de un sopor, me interpela.
   -Hi viacado todo el día, maestro. Présteme donde dormir.
   Lo guío hasta los jergones que tiendo bajo un paño de carpa. Enseguida se  duerme. Regreso al asado. Chorrea la grasa por manos y barbas de los comensales. Llega el Negro con una botella de ginebra que agita como trofeo.
   -Hagamos un puente (9) -propone el Gordo que caza la botella al aire, y bebe ginebra con sed largamente atesorada. Acosta ríe, festejando algo que sólo él mastica. Máximo nada trasunta, de no ser esa sonrisa en la mirada que no lo abandona. Me llama Acosta. Me dirijo a la camioneta. Ilumina con una linterna el carterón de Tognola. En un compartimiento, reposa una regular suma de dinero.
   -¿Qué te parece? ¿Alcanzará para una noche en La Tapera? (10) -ríe, ríe, con ese aire aniñado que oculta el hombre atroz que puede ser. La ginebra baja rápidamente. Santucho suple el bombo con un tarro, y canta vidalas en un tono agudísimo, inalcanzable. El Gordo, plácido y sonriente como un Buda, sigue con el vino. Cuando se yergue y camina, noto sus pasos levemente inseguros.
   -¡Vengan changosss! -convoca el Negro, imitando y exagerando las eses del santiagueño.
   -¿Qué les parece si vamos a visitar las chicas de La Tapera? -
   Como hay miradas de desconcierto y escepticismo, exhibe los billetes.
  -Al gringo, lo han mandao Tata Dios y todos los santos enancaos... -murmura Santucho conmovido.  
   Vallejo propone terminar con el poco vino que queda en la damajuana. Nos reunimos en rueda. Acosta "desabriga" -así suele decir- la guitarra, y canta por primera vez la milonga completa, tal como fue creciendo al amparo de esta complicidad que anudamos y mantuvimos en secreto, agregando la última estrofa:

                                                   Yo no sé si a los patrones
                                                    que abandonan a los "changas"
                                                    con unos tachos con agua
                                                    y mezquinas provisiones,
                                                    los golpea en ocasiones
                                                    un fugaz remordimiento,
                                                    pero yo tengo por cierto,
                                                    que no tendrán por hermana
                                                    a la dignidad humana,
                                                    ni siquiera cuando muertos.

   -Mirá maestrito, me parece que lo único bueno que nos llevaremos de este puto desierto será nuestra milonga -me confía el Negro al oído.
   No podemos convencer a Máximo de que se apretuje con nosotros en la cabina. Trepa a la caja sin responder, como era esperable. Gritamos, bebemos. Invade la cabina ese olor ácido, acre, único, de machos humanos roñosos.
   -Nos van a hacer bañar las putas -comentó, provocando una oleada de hilaridad.
   Cuando llegamos al asfalto, se consuma la borrachera de Acosta. Marchamos en zig zag de una banquina a la otra. Un pesado camión petrolero nos pisa los talones, sin animarse a sobrepasarnos. Aprovechando una parada para mear, me apropio del volante del que el Negro no puede sacarme con ruegos ni amenazas. Reanudamos la marcha. El Negro se duerme enseguida sobre el hombro hercúleo del Gordo, mientras Santucho, cabalgando sobre las rodillas de aquél, parece un niño desnutrido. Entramos a Catriel. Desde lejos buscamos el foquito rojo de La Tapera. Nada. El quilombo se encuentra sumergido en sombras y silencio. Giro varias veces con la camioneta por el amplio patio enripiado.
   -¡Qué cagada! -exclama el Gordo con desconsuelo contagioso, y agrega:
   -¿Qué día de mierda será hoy?
   Nadie responde; el santiagueño y el Negro, porque duermen; yo, porque no tengo la menor idea del día en que vivimos.
   -Martes -responde Máximo, que velaba en la caja.
   Vaya a saber porqué, acaso porque el ignorado Inostroza nos sorprende fantasmal, reímos con el Gordo hasta quedar sin aliento.
   Vallejo avanza cual barco de gran calado hacia la casa de la madama, entre una jauría enfurecida que el andante ignora olímpicamente. Al momento, pasa un perro derrengado, aullando como si lo persiguieran tigres. Pienso en los botines con punta de acero de Vallejo. Pasa un buen rato. Doy bocinazos hiriendo el silencio. Se enciende el foco rojo. Llenando la puerta del lupanar, aparece el Gordo. Como por ensalmo, despiertan Santucho y Acosta, saltan de la camioneta, y avanzan hacia el salón en contrapunto de rebuznos y relinchos. Máximo y yo llegamos zagueros. Surge la primera muchacha adormilada, en enaguas, protegiéndose precariamente del frío del alba con una pañoleta. Desaparece tras el corpachón de Vallejo que la levanta como a pluma. Haciendo vibrar los cristales de las ventanas, rompe una cumbia.


* Cemento indio refiere al bárbaro mundo de la industria extractiva del petróleo en la Patagonia Argentina. El “instituto" de los changarines sigue existiendo. Se contratan obreros como semovientes... Suelen pesar sobre estos obreros menos calificados la sangría de dos, tres expoliadores: el contratista, el subcontratista, el sub-sub, etc.
(1) Auca Mahuida: Antiguo y solitario volcán que se eleva sobre el desértico paisaje de las provincias  de Neuquén, Río Negro, Mendoza y La Pampa.
(2) cemento indio: Formación de cal y cantos rodados, que constituye una especie de hormigón natural.
(3) choiquecito, de choique; pichón de choique.
(4) mecheros: Enormes antorchas encendidas para el venteo de gas.
(5) Medanito (El): Zona petrolífera de Río Negro.
(6) Catriel Oeste: Zona petrolífera de Neuquén.
(7) La Pérez: La Petrolera Pérez Companc.
(8) chuñar: Vomitar.
(9) Hacer puente: Cambiar la ingesta de una bebida alcohólica por otra.
(1)0 La Tapera: Lupanar decano de Catriel.

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