Fotografía de Natalia Cortazzo.
Al salir de mi pieza encontré a doña Eduviges -mujer de Juanchilo Vergara- echando basura en el zanjón. Cuando me vio, descendió al zanjón haciéndose la que arrea a las gallinas. Arroja la basura aquí, de puro puerca nomás. Cuando llegan los primeros calores, las moscas nos comen vivos. Me sorprendí deseando una torrencial lluvia Plaza Huincul arriba, para que el zanjón bajara bramando y arrastrara desierto adentro al basural. Fugazmente imaginé que la correntada se llevaba el rancho de los Vergara, pero de inmediato me arrepentí de tales deseos al pensar en los seis chicos de mis vecinos.
Caminé unas cuantas cuadras bordeando el zanjón. Luego lo crucé tomando el sendero que me llevaba al campamento de YPF entre zampas, únicos arbustos sobrevivientes de la búsqueda de leña (las zampas sólo dan humo, no ofrendan brasas). Entre zampas, Juanchilo Vergara dormía su borrachera. Farfulló algo ininteligible cuando pasé a su lado. ¡Pobre Juanchilo! Yo lo conocí en tiempos mejores, cuando era dinamitero en las canteras de la cementera de Zapala. En esas canteras, un cartucho de dinamita le llevó una mano. Bajó entonces a Cutral Có, a trabajar en lo que le saliera al paso. Anduvo de leñero, o perdido por meses en el desierto changueando en el tendido de líneas eléctricas, o cavando zanjas para cañerías. ¡Era de ver la baquía con que encajaba el muñón en el asa de la pala, trabajando a la par del más pintado!
Por distraído que fuera Juanchilo, debió caer en la cuenta de que en las tres últimas sucesivas preñeces de doña Edu él nada tuvo que ver. Los tres últimos borregos de los Vergara eran de todos los pelajes. Acaso por esto Juanchilo se largó a chupar, o porque se le agravó la silicosis, herencia de su pasado minero. “Ha empezao a fallarme el resuello", solía decirme, o acaso porque Gumaray, la menor de sus hijas. a los dos años no caminaba y al tercero comenzó a babear, sufrir convulsiones, hasta que un día se tragó la lengua y dejó de padecer. Motivos para emborracharse al Juanchilo le sobran, pero a uno que ve las necesidades de cerca, igual lo invade la bronca cuando descubre en estos niños que vio crecer, esa pátina de impavidez, de descaro, en que se refugian los desamparados. Para peor, las hijas mayores se acercan a la edad de merecer, y en cualquier momento aparecen preñadas, pues en cuanto pasan la barrera de los treinta kilos serán carne de cañón.
Regresé del pozo sin ganas de nada, con el fragor de los motores retumbando en la cabeza. Me embargaba esa sensación, cada día más frecuente, de vivir traspirando el mono inútilmente. En el pozo, al mediodía, los ingenieros, que traían su comida en pulcras viandas, terminaron como siempre prendiéndose a nuestro asado, y hoy con más ganas que nunca, pues el chivo que aportó el negro Taladriz -nuestro jefe de pozo- estuvo de chuparse los dedos. El ingeniero Ledesma empinó el codo un poco más de la cuenta, con humor sombrío. Terminó contándonos que los juna gran puta de nuestra empresa o los del gobierno -y seguro que ambos de acuerdo- terminaron vendiendo el yacimiento Puesto Hernández a precio vil. ¡Que los parió! ¡Si se habrá roto el alma mi viejo en esos páramos con las Comisiones de Exploración!
Cuando el transporte nos dejó en el campamento, hice un poco de tiempo, pues tenía deseos de regresar solo. Al cruzar las vías, vi una montonera de gente rodeando El Zapalero. Estaba la cana poniendo los despojos de un desgraciado sobre un paño de carpa. Cuando me acerqué, escuché que el comisario ordenaba seguir buscando una mano que no aparecía. Seguí mi camino con la sensación de haber desayunado alpataco. Al trepar el médano, divisé las lucecitas mortecinas de mi barrio. No sé en qué momento me encontré frente al quilombo de la Yegua Blanca, y, enseguida, con la Uruguaya sobre mis rodillas.
Con el sol ya alto abandoné la pieza de la Uruguaya. El sol me pegó una piña. Cuando transpuse el zanjón, casi desconozco el caserío. Frente al rancho de Juanchilo estaba un auto de la policía y varias camionetas de las petroleras. Gente en el patio y en los fondos, mientras se elevaba la columna de un asado padre. Cuando me acosté, me trepó a la garganta un géiser de ginebra. "A lo hecho, pecho", me decía como flaco consuelo a mis barrabasadas. ¡Qué breves son cuatro días de franco luego de una quincena en boca de pozo! Había perdido una noche, y el día de hoy lo dedicaría a pelear con la resaca de la borrachera.
Cuando ya me sumergía en un sueño trabajoso, golpearon la puerta.
-¡Pasen, carajo! -grité.
Apareció la figura endeble de Kallvuray, la mayor de las chiquillas Vergara.
-Pasá, Kallvu, y cerrá.
La muchachita cerró la puerta, y permaneció inmóvil.
-¿Están de joda en tu casa?
-No.
-¿Qué querés, hijita?
-Se ha muerto el Juanchilo -(los chicos Vergara nombraban así a su padre).
-¿Cómo que ha muerto...? ¡Si ayer lo encontré durmiendo entre los yuyos!
-Al Juanchilo lo pisó el tren. Eso dicen.
Callamos un buen rato. La Kallvu me abarcaba con sus ojazos. Encendí la luz. Estaba con el vestidito de siempre, pero con el pelo planchado, como sucede cuando se moja y peina el cabello sucio.
-Bueno, Kallvu... Algún día tenía que suceder. Con esa costumbre de caminar por las vías y en pedo, que tenía el Juanchilo...
-El Juanchilo salió con botines.
-¿Y?
-Dicen que el finao estaba con zapatillas.
-Pensá, Kallvu, que tu viejo salía vestido de una manera, y regresaba de otra... Con lo que le daban. Con lo que encontraba en el zanjón.
-Dicen que las zapatillas eran nuevas.
-Y... tal vez se las regalaron. Esperame un cachito afuera, que me cambio y vamos.
Doña Edu oficiaba de anfitriona, yendo y viniendo de la cocina al fondo, cimbrando sus caderas y deparando sus risotadas a todos. La Kallvu se situó a mi lado. Le puse el brazo sobre los hombritos flacos.
-Negro... ¿Me dejás que te diga tío?
-Pero... ¿por qué?
-Tengo miedo. Hay demasiados tipos. Están chupando.
-No tengás miedo. Estaré contigo.
-Vos te irás a dormir. Estás desvelado.
-Tuvimos un problema en el pozo, y llegué tarde anoche -mentí.
Seguían descargando cajones de cerveza, damajuanas de vino. Un petrolero pedía plata para comprar más asado, pues la multitud de visitantes crecía. Utilizaba el casco como alcancía. Me invadió una bronca inatajable. ¡Pobre Juanchilo, carajo! Por bajo que hubiese caído, no merecía estas afrentas.
-¡A ponerse! -me gritó el negro en las orejas.
-Yo, no pongo una mierda.
-¿Qué carajo le pasa a éste? -dijo sorprendido.
-A mi no me jodas -le respondo, a tiempo que retiro a la muchachita de mi lado, en previsión de una bronca. Observo que mi jefe, el negro Taladriz, se pone a mi costado protegiéndome.
-¡Respeten la casa del muerto, carajo! -grita alguien. En el estado en que yo estaba, seguro que cobraba.
-Dicen que es el Juanchilo, porque encontraron una sola mano -insiste la Kallvu.
-Bueno, dejó de padecer el pobre. Para vivir como vivía... -comenta alguien.
De una camioneta de la Municipalidad bajan un féretro pequeño, sin barnizar. Colocan los extremos del féretro sobre dos sillas, pues la única mesa disponible se encuentra ocupada por media docena de grandes velones eléctricos, aquí absurdos ya que los Vergara no cuentan con energía eléctrica.
-El cajón es muy chiquito para Juanchilo -afirma la muchacha.
Me estremezco al recordar los guiñapos sanguinolentos que viera en la estación del ferrocarril.
Llegó una mujer que comenzó a rezar en vos alta, agria. Algunos se quitaron los cascos. Corría el vino. Se produjo un éxodo importante cuando llegó la noticia de que se largaba el asado. Aproveché la paz suscitada, para contarle a la Kallvu del hombrazo que había sido Juanchilo, aún -y especialmente- luego de perder su mano.
-Dicen que el muerto tenía puesto un mono azul... Dicen que tenía puestas zapatillas... El cajón es muy chico para Juanchilo, -repite obsesionada la muchachita.
-Con los pedazos que recogieron, el muerto entraría en un cajón cosechero -digo irreflexivamente.
La niña me moquea la camisa. De repente cambia de actitud, y me mira con picardía.
-Cómo... ¿No es que habías llegado a la madrugada del pozo? -ríe descubriéndome la mentira.
No sé cuando me quedé dormido. Me despiertan porque roncaba como para despertar al muerto. Decido regresar a mi pieza, a comer lo que encuentre. Atardece.
-Yo me voy con vos -me dice la muchacha.
-No. No sea que éstos piensen que te llevo a la pieza.
-Andá vos primero. Cuando nadie me vea, me rajo.
Abrí una lata de sardinas. Estaba picando una cebolla, y Kallvuray reapareció. Cuando traspuso la puerta, noté que le abultaban las tetitas. Eché una puteada al comprobar que no tenía pan. Sin decir nada, la chiquilla partió, regresando enseguida con pan fresco. Comimos del mismo plato.
-Bueno, Kallvu, andáte a tu casa. Me muero de sueño.
-No. No quiero; ya hay muchos mamados.
-Hacé como quieras.
Me acosté vestido. Desperté noche cerrada. Me sentía mejor, pero urgido de darme un baño. Me costó reconstruir el pasado inmediato. Percibí una respiración cercana. Encendí la luz. La niña había bajado el colchón que guardo arriba del ropero, y allí dormía sin otro abrigo que una camiseta que oficiaba de enagua.
-¿Qué hacés aquí? ¿Querés que piensen que me aprovecho de una criatura?
La Kallvu tenía los ojos de sueño, trasuntaba paz.
-No te calentés Negro. Nadie me echará de menos.
Se puso el vestido por la cabeza y se marchó.
Cuando regresé al velorio, me sorprendió la casa iluminada. Habían traído la luz, quién sabe desde dónde. La Kallvu enseguida estuvo a mi lado. Sólo unas oleadas ásperas en la nuca guardaba de la borrachera. Me sentía notablemente despierto, lúcido. Vi entrar al petrolero al que provoqué ayer. Me le acerqué.
-Disculpame hermano. Lo que pasa es que yo era amigo de Juanchilo.
-Está bien. Pero no hay que ser tan güevón compañero –me responde el mendocino, dándome la mano.
Llegaban desde el patio las risas mortecinas de la Edu ya cansada, y los gritos de los que jugaban al truco. Las camionetas de los turnos traían nuevos visitantes y se llevaban a otros rumbo a los pozos. Me sentía en paz, con la tibieza de la mocosa pegada a mi costado. Los velones eléctricos ahora deslumbraban, proyectando un nítido abanico de luz por el hueco de la puerta hacia el desierto. De pronto, en ese abanico de luz, observé dos botines viejos. Me estremecí. Me pareció reconocer los botines de Juanchilo. La Kallvu se abrazó con fuerza a mi cintura. No podíamos quitar los ojos de esos botines inmóviles. Con el primer paso, se tornó reconocible el pantalón andrajoso de Juanchilo. Marchamos afuera. Debimos detenernos un momento hasta habituar los ojos a la oscuridad. Percibí unos jadeos agoniosos. Juanchilo sollozaba.
-Negro ¿quién se me murió? -tardó en salirle la voz.
-¡Nadie, carajo! Creíamos que te velábamos a vos.
-¡Juanchilo! ¡Papá! -gritó la Kallvu, corriendo a abrazarlo.
Juanchilo, sobrio como desde hace años no se encontraba, recibía felicitaciones y chanzas de todos, menos de su mujer, que propalaba a los gritos:
-¿No les decía yo que el tren descarrilaba antes de pisar a este borracho?
Sin contemplaciones depositaron el ataúd que contenía los despojos del desconocido en la caja de una camioneta. Sólo Juanchilo, solemne y compuesto, se persignó al paso del muerto, gorra en mano. Me acerqué a saludarlo.
-Vieras Juanchilo, cómo quedó el tipo que arrolló el tren. Por andar por las vías en pedo, como algunos que conozco.
Levantó hacia mí los ojos enrojecidos, como pidiendo auxilio.
-Yo te ayudaré, Juanchilo -le prometí sinceramente.
La noche estaba hermosa. Respiré hondo inundando los pulmones con el aire del desierto. Hacia el suroeste extendía Cutral Có el arco lechoso de sus luces. Las estrellas se apeaban en el horizonte a besar nuestros duros jarillales. Decidí darme el tan esperado baño, con agua helada. Cuando a oscuras me metía en la cama, más que escuchar, presentí la presencia de alguien:
-¿Quién está aquí?
-Yo, esperándote.
La niña había extendido el colchón en un rincón de la habitación, y se cubría con una capa impermeable que uso en mi trabajo. Encendí la luz. Kallvuray, se sentó abarcándome con sus ojos negros hermosos, suplicantes.
-Tío... Negro, yo no te estorbaré... Tendré tu pieza y tus pilchas limpitas. Sé cocinar... ¡no dejés por Dios, que vuelva a mi casa!...
Glosario:
borregos: Término con que se nombra a los niños en la Patagonia, especialmente en las zonas rurales.
alpataco: arbustiva xerófila, de poderosas raíces que se aprovechan para leña y cuya fronda es marcadamente menor y muy espinosa.
Gumaray: Nombre propio mapuche. Significa “flor preciosa”.
Kallvuray: idem anterior, significa “flor azul”.
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