domingo, 5 de diciembre de 2010

CANCIONCILLA PARA EL VIEJO HERRERO MATURANO (*). Una poesía del Tata Herrera.

 Ilustración de Dini Calderón
Cuando me viene en recuerdo
tu presencia, Maturano,
visto pantalones cortos,
transito el campo descalzo,
y veo bajo unos talas
viejos carros desarmados.

Hablabas como tu fuelle,
con resoplidos de viento
entre tus labios morados...
Yo esperaba que saliera
en bocanadas de fuego
el run-run de tus palabras.

A la siesta te dormías
con el mate entre las manos;
se agitaban en tu sueño
las memorias de cien años.
Con cenizas de tu mota
ya se nevaba el Ambato.

Cuando descansaba el yunque
Y se moría la fragua,                        .
Maturano me contaba
de aquel flete de un caudillo
al que una vez calzara
con herraduras de plata.

Y de un jefe montonero
asimismo recordaba,
aquel caballo guerrero
que vino herido de lanza,
y que el herrero curaba
con grasa de lampalagua.

Más que en cielos imposibles
cuando niño yo aspiraba
vivir en tu infierno bueno,
viejo herrero Maturano,
y parecerme a ese viento
que en humo se iba a la tarde.

 (*) Esta cancioncilla, fue musicalizada por el músico pampeano José Gerardo "Lalo" Molina.

domingo, 21 de noviembre de 2010

RESPONSO POR JUANCHILO. Un cuento del Tata Herrera.

 
Fotografía de Natalia Cortazzo.


    Al salir de mi pieza encontré a doña Eduviges -mujer de Juanchilo Vergara- echando basura en el zanjón. Cuando me vio, descendió al zanjón haciéndose la que arrea a las gallinas. Arroja la basura aquí, de puro puerca nomás. Cuando llegan los primeros calores, las moscas nos comen vivos. Me sorprendí deseando una torrencial lluvia Plaza Huincul arriba, para que el zanjón bajara bramando y arrastrara desierto adentro al basural. Fugazmente imaginé que la correntada se llevaba el rancho de los Vergara, pero de inmediato me arrepentí de tales deseos al pensar en los seis chicos de mis vecinos.
Caminé unas cuantas cuadras bordeando el zanjón. Luego lo crucé tomando el sendero que me llevaba al campamento de YPF entre zampas, únicos arbustos sobrevivientes de la búsqueda de leña (las zampas sólo dan humo, no ofrendan brasas). Entre zampas, Juanchilo Vergara dormía su borrachera. Farfulló algo ininteligible cuando pasé a su lado. ¡Pobre Juanchilo! Yo lo conocí en tiempos mejores, cuando era dinamitero en las canteras de la cementera de Zapala. En esas canteras, un cartucho de dinamita le llevó una mano. Bajó entonces a Cutral Có, a trabajar en lo que le saliera al paso. Anduvo de leñero, o perdido por meses en el desierto changueando en el tendido de líneas eléctricas, o cavando zanjas para cañerías. ¡Era de ver la baquía con que encajaba el muñón en el asa de la pala, trabajando a la par del más pintado!
Por distraído que fuera Juanchilo, debió caer en la cuenta de que en las tres últimas sucesivas preñeces de doña Edu él nada tuvo que ver. Los tres últimos borregos de los Vergara eran de todos los pelajes. Acaso por esto Juanchilo se largó a chupar, o porque se le agravó la silicosis, herencia de su pasado minero. “Ha empezao a fallarme el resuello", solía decirme, o acaso porque Gumaray, la menor de sus hijas. a los dos años no caminaba y al tercero comenzó a babear, sufrir convulsiones, hasta que un día se tragó la lengua y dejó de padecer. Motivos para emborracharse al Juanchilo le sobran, pero a uno que ve las necesidades de cerca, igual lo invade la bronca cuando descubre en estos niños que vio crecer, esa pátina de impavidez, de descaro, en que se refugian los desamparados. Para peor, las hijas mayores se acercan a la edad de merecer, y en cualquier momento aparecen preñadas, pues en cuanto pasan la barrera de los treinta kilos serán carne de cañón.
Regresé del pozo sin ganas de nada, con el fragor de los motores retumbando en la cabeza. Me embargaba esa sensación, cada día más frecuente, de vivir traspirando el mono inútilmente. En el pozo, al mediodía, los ingenieros, que traían su comida en pulcras viandas, terminaron como siempre prendiéndose a nuestro asado, y hoy con más ganas que nunca, pues el chivo que aportó el negro Taladriz -nuestro jefe de pozo- estuvo de chuparse los dedos. El ingeniero Ledesma empinó el codo un poco más de la cuenta, con humor sombrío. Terminó contándonos que los juna gran puta de nuestra empresa o los del gobierno -y seguro que ambos de acuerdo- terminaron vendiendo el yacimiento Puesto Hernández a precio vil. ¡Que los parió! ¡Si se habrá roto el alma mi viejo en esos páramos con las Comisiones de Exploración!
Cuando el transporte nos dejó en el campamento, hice un poco de tiempo, pues tenía deseos de regresar solo. Al cruzar las vías, vi una montonera de gente rodeando El Zapalero. Estaba la cana poniendo los despojos de un desgraciado sobre un paño de carpa. Cuando me acerqué, escuché que el comisario ordenaba seguir buscando una mano que no aparecía. Seguí mi camino con la sensación de haber desayunado alpataco. Al trepar el médano, divisé las lucecitas mortecinas de mi barrio. No sé en qué momento me encontré frente al quilombo de la Yegua Blanca, y, enseguida, con la Uruguaya sobre mis rodillas.
Con el sol ya alto abandoné la pieza de la Uruguaya. El sol me pegó una piña. Cuando transpuse el zanjón, casi desconozco el caserío. Frente al rancho de Juanchilo estaba un auto de la policía y varias camionetas de las petroleras. Gente en el patio y en los fondos, mientras se elevaba la columna de un asado padre. Cuando me acosté, me trepó a la garganta un géiser de ginebra. "A lo hecho, pecho", me decía como flaco consuelo a mis barrabasadas. ¡Qué breves son cuatro días de franco luego de una quincena en boca de pozo! Había perdido una noche, y el día de hoy lo dedicaría a pelear con la resaca de la borrachera.
Cuando ya me sumergía en un sueño trabajoso, golpearon la puerta.
-¡Pasen, carajo! -grité.
Apareció la figura endeble de Kallvuray, la mayor de las chiquillas Vergara.
-Pasá, Kallvu, y cerrá.
La muchachita cerró la puerta, y permaneció inmóvil.
-¿Están de joda en tu casa?
-No.
-¿Qué querés, hijita?
-Se ha muerto el Juanchilo -(los chicos Vergara nombraban así a su padre).
-¿Cómo que ha muerto...? ¡Si ayer lo encontré durmiendo entre los yuyos!
-Al Juanchilo lo pisó el tren. Eso dicen.
Callamos un buen rato. La Kallvu me abarcaba con sus ojazos. Encendí la luz. Estaba con el vestidito de siempre, pero con el pelo planchado, como sucede cuando se moja y peina el cabello sucio.
-Bueno, Kallvu... Algún día tenía que suceder. Con esa costumbre de caminar por las vías y en pedo, que tenía el Juanchilo...
-El Juanchilo salió con botines.
-¿Y?
-Dicen que el finao estaba con zapatillas.
-Pensá, Kallvu, que tu viejo salía vestido de una manera, y regresaba de otra... Con lo que le daban. Con lo que encontraba en el zanjón.
-Dicen que las zapatillas eran nuevas.
-Y... tal vez se las regalaron. Esperame un cachito afuera, que me cambio y vamos.
Doña Edu oficiaba de anfitriona, yendo y viniendo de la cocina al fondo, cimbrando sus caderas y deparando sus risotadas a todos. La Kallvu se situó a mi lado. Le puse el brazo sobre los hombritos flacos.
-Negro... ¿Me dejás que te diga tío?
-Pero... ¿por qué?
-Tengo miedo. Hay demasiados tipos. Están chupando.
-No tengás miedo. Estaré contigo.
-Vos te irás a dormir. Estás desvelado.
-Tuvimos un problema en el pozo, y llegué tarde anoche -mentí.
Seguían descargando cajones de cerveza, damajuanas de vino. Un petrolero pedía plata para comprar más asado, pues la multitud de visitantes crecía. Utilizaba el casco como alcancía. Me invadió una bronca inatajable. ¡Pobre Juanchilo, carajo! Por bajo que hubiese caído, no merecía estas afrentas.     
-¡A ponerse! -me gritó el negro en las orejas.
-Yo, no pongo una mierda.
-¿Qué carajo le pasa a éste? -dijo sorprendido.
-A mi no me jodas -le respondo, a tiempo que retiro a la muchachita de mi lado, en previsión de una bronca. Observo que mi jefe, el negro Taladriz, se pone a mi costado protegiéndome.
-¡Respeten la casa del muerto, carajo! -grita alguien. En el estado en que yo estaba, seguro que cobraba.
-Dicen que es el Juanchilo, porque encontraron una sola mano -insiste la Kallvu.
-Bueno, dejó de padecer el pobre. Para vivir como vivía... -comenta alguien.
De una camioneta de la Municipalidad bajan un féretro pequeño, sin barnizar. Colocan los extremos del féretro sobre dos sillas, pues la única mesa disponible se encuentra ocupada por media docena de grandes velones eléctricos, aquí absurdos ya que los Vergara no cuentan con energía eléctrica.
-El cajón es muy chiquito para Juanchilo -afirma la muchacha.
Me estremezco al recordar los guiñapos sanguinolentos que viera en la estación del ferrocarril.
Llegó una mujer que comenzó a rezar en vos alta, agria. Algunos se quitaron los cascos. Corría el vino. Se produjo un éxodo importante cuando llegó la noticia de que se largaba el asado. Aproveché la paz suscitada, para contarle a la Kallvu del hombrazo que había sido Juanchilo, aún -y especialmente- luego de perder su mano.
-Dicen que el muerto tenía puesto un mono azul... Dicen que tenía puestas zapatillas... El cajón es muy chico para Juanchilo, -repite obsesionada la muchachita.
-Con los pedazos que recogieron, el muerto entraría en un cajón cosechero -digo irreflexivamente.
La niña me moquea la camisa. De repente cambia de actitud, y me mira con picardía.
-Cómo... ¿No es que habías llegado a la madrugada del pozo? -ríe descubriéndome la mentira.
No sé cuando me quedé dormido. Me despiertan porque roncaba como para despertar al muerto. Decido regresar a mi pieza, a comer lo que encuentre. Atardece.
-Yo me voy con vos -me dice la muchacha.
-No. No sea que éstos piensen que te llevo a la pieza.
-Andá vos primero. Cuando nadie me vea, me rajo.
Abrí una lata de sardinas. Estaba picando una cebolla, y Kallvuray reapareció. Cuando traspuso la puerta, noté que le abultaban las tetitas. Eché una puteada al comprobar que no tenía pan. Sin decir nada, la chiquilla partió, regresando enseguida con pan fresco. Comimos del mismo plato.
-Bueno, Kallvu, andáte a tu casa. Me muero de sueño.
-No. No quiero; ya hay muchos mamados.
-Hacé como quieras.
Me acosté vestido. Desperté noche cerrada. Me sentía mejor, pero urgido de darme un baño. Me costó reconstruir el pasado inmediato. Percibí una respiración cercana. Encendí la luz. La niña había bajado el colchón que guardo arriba del ropero, y allí dormía sin otro abrigo que una camiseta que oficiaba de enagua.
-¿Qué hacés aquí? ¿Querés que piensen que me aprovecho de una criatura?
La Kallvu tenía los ojos de sueño, trasuntaba paz.
-No te calentés Negro. Nadie me echará de menos.
Se puso el vestido por la cabeza y se marchó.
Cuando regresé al velorio, me sorprendió la casa iluminada. Habían traído la luz, quién sabe desde dónde. La Kallvu enseguida estuvo a mi lado. Sólo unas oleadas ásperas en la nuca guardaba de la borrachera. Me sentía notablemente despierto, lúcido. Vi entrar al petrolero al que provoqué ayer. Me le acerqué.
-Disculpame hermano. Lo que pasa es que yo era amigo de Juanchilo.
-Está bien. Pero no hay que ser tan güevón compañero –me responde el mendocino, dándome la mano.
Llegaban desde el patio las risas mortecinas de la Edu ya cansada, y los gritos de los que jugaban al truco. Las camionetas de los turnos traían nuevos visitantes y se llevaban a otros rumbo a los pozos. Me sentía en paz, con la tibieza de la mocosa pegada a mi costado. Los velones eléctricos ahora deslumbraban,  proyectando un nítido abanico de luz por el hueco de la puerta hacia el desierto. De pronto, en ese abanico de luz, observé dos botines viejos. Me estremecí. Me pareció reconocer los botines de Juanchilo. La Kallvu se abrazó con fuerza a mi cintura. No podíamos quitar los ojos de esos botines inmóviles. Con el primer paso, se tornó reconocible el pantalón andrajoso de Juanchilo. Marchamos afuera. Debimos detenernos un momento hasta habituar los ojos a la oscuridad. Percibí unos jadeos agoniosos. Juanchilo sollozaba.
-Negro ¿quién se me murió? -tardó en salirle la voz.
-¡Nadie, carajo! Creíamos que te velábamos a vos.
-¡Juanchilo! ¡Papá! -gritó la Kallvu, corriendo a abrazarlo.
Juanchilo, sobrio como desde hace años no se encontraba, recibía felicitaciones y chanzas de todos, menos de su mujer, que propalaba a los gritos:
-¿No les decía yo que el tren descarrilaba antes de pisar a este borracho?
Sin contemplaciones depositaron el ataúd que contenía los despojos del desconocido en la caja de una camioneta. Sólo Juanchilo, solemne y compuesto, se persignó al paso del muerto, gorra en mano. Me acerqué a saludarlo.
-Vieras Juanchilo, cómo quedó el tipo que arrolló el tren. Por andar por las vías en pedo, como algunos que conozco.
Levantó hacia mí los ojos enrojecidos, como pidiendo auxilio.
-Yo te ayudaré, Juanchilo -le prometí sinceramente.
La noche estaba hermosa. Respiré hondo inundando los pulmones con el aire del desierto. Hacia el suroeste extendía Cutral Có el arco lechoso de sus luces. Las estrellas se apeaban en el horizonte a besar nuestros duros jarillales. Decidí darme el tan esperado baño, con agua helada. Cuando a oscuras me metía en la cama, más que escuchar, presentí la presencia de alguien:
-¿Quién está aquí?
-Yo, esperándote.
La niña había extendido el colchón en un rincón de la habitación, y se cubría con una capa impermeable que uso en mi trabajo. Encendí la luz. Kallvuray, se sentó abarcándome con sus ojos negros hermosos, suplicantes.   
-Tío... Negro, yo no te estorbaré... Tendré tu pieza y tus pilchas limpitas. Sé cocinar... ¡no dejés por Dios, que vuelva a  mi casa!...

 Glosario:
 borregos: Término con que se nombra a los  niños en la Patagonia, especialmente en las zonas rurales.
alpataco: arbustiva xerófila, de poderosas raíces que se aprovechan para leña y cuya fronda es marcadamente menor y muy espinosa.
Gumaray: Nombre propio mapuche. Significa  “flor preciosa”.
Kallvuray: idem anterior, significa “flor azul”.

Publicado por la CONADEPA (Comisión Nacional para el Desarrollo de la Patagonia), mediante concurso, en su primera  Antología de Cuentos Regionales de la  Patagonia.

jueves, 16 de septiembre de 2010

EL HACHA DE PIEDRA. Un poema del Tata Herrera.

Veía sus alpargatas menudas
-desteñidas por el sol capayano-
caminar sobre los cantos rodados
enarenados y húmedos aún por la crecida
reciente;
guardaba perfume a temporal
este río fugaz,
este río de quita y pon,
este río de...:
- ...llego bramando, haciendo
rodar como nueces peñascos sansones.
Mi panza áspera de tumultos
contagia temblores a la tierra,
y es mi voz 
memoria de los truenos
que rodaron por los cerros
donde está mi casa,
mi cíclica naciente;
desciendo desbocado; emula mi marcha
derrumbes en desfiladero;
mi cabeza de ramas, de mugidos
de toros ahogados que llevo
por el aire cual pajuelas;
mi cabeza no se arrastra
-¡vengan a verla!-
mi cabeza brinca, rueda,
¡agua de levantar polvaredas!
Exudan mis costados, relentes
de la flora toda, del árbol entero:
desde el penacho de sus raíces
que son escoba
para barrer mi lecho,
hasta la flor que majo y macero.
Mirad los pájaros en loco
torbellino coronando mi cabeza;
urgido, busco 
la paz del llano, el cauce final
que se abre en delta a campo abierto:
Pronto, cuando la serena
quietud deposite mi limo
entre el monte redivivo por mi gracia,
yaceré explayado espejo,
presintiendo la irrupción
de la hierba; será mi recuerdo
un mar de verdes. Vendrán
los labriegos sin tierra a sembrar
ancos, calabazas, sandías y melones
  en estas costas sin dueño.

Ignoraba el niño
este discurso algo jactancioso
pero certero del río.
Agitaba una rama de jarilla
en despareja batalla con miríadas de jejenes
que no lograban distraerle de la búsqueda
de piedras variopintas, polimorfas:
aquí, un basalto negro flagelado de cuarzo blanco,
más allá el cristal estrellado de una obsidiana verde...
Cuando los jejenes le enfebrecieron
los desnudos brazos, las corvas inermes,
se disponía a abandonar la búsqueda,
cuando la viera:
límpida, sumisa, echada sobre la arena;
de suavísimo gris y tímidos verdes
investida, tal ciertos huevos;
perfecta de curvas: el ala como henchida,
el peto robusto y breve,
separado del ala por cintura
de singular hendimiento;
armoniosa como el vuelo
de un ave de alto vuelo.
La probó con la punta de la lengua:
sabía a tierra levemente salina
oliendo aún a creciente, nefrita primorosa,
¡el Hacha de Piedra!
Inmutable cayó al morral,
inmutable durmió junto a su lecho,
inmutable acompañó al joven andariego,
inmutable siguió al hombre por todos sus derroteros. 
Al alcance de la mano siempre,
al alcance de la mirada que en ella reposa,
al alcance del hombre
que sólo entrevé sobre el abismo
de doce lustros, las alpargatitas aquellas
del niño que fuera,
y El Hacha, que finalmente irá con él
cuando lo llame la tierra.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

MARIPOSA DE OCTUBRE. Un soneto del Tata Herrera.



Caminabas al borde de la tarde.
Viajó, por verte, el Sol bajo las nubes.
Llegabas con los vientos de Octubre,
mariposa temprana, y en la calle

dejé mi piel de vieja pesadumbre.
¿Pensaste acaso en la suave paradoja
de la angustia en que tu llegar me sume,
si presiento tu adiós que me acongoja?

Te ceñiré a mí desesperado.
Fundiré tus huesitos a mis huesos.
Arderá nuestro leño con los besos.

Sentiremos tal vez que fue soñado
el fulgor que envolviera nuestros cuerpos.
¿Encerramos en lo fugaz lo eterno?



sábado, 21 de agosto de 2010

HORIZONTE. Un poema del Tata Herrera.


El horizonte,
hebra de luz,
corazón de lejanía,
flecha perpendicular
a este sendero mío,
jamás encontrará
conjunción,
vulnerando geometrías.

Por más que a mi sendero
le dibujo romances,
meandros de orfebrería,
un salto, una caída,
un tajo para las fugas,
un paño de las heridas,
perrsiste en ser crucero,
obstinada quilla,
seguro derrotero
que sólo anhela
aquella hebra de luz,
corazón de lejanía.

Vienen mis labios menguados,
magra carne de cecina,
sin jugo para el dolor,
sin mosto para la vida,
vaciados de la pasión
y en trucos de utilería,
enmascaran al amor
oficiando truhanerías.

Tal vez mi sendero aprenda
con el correr de los días,
nombrar en forma debida:
Al amor, ausencia.
Al dolor, la vida.

Horacio “Tata” Herrera, Ojos al Viento, Ediciones Último Reino, Buenos Aires, 1997, pp. 73,74.

jueves, 5 de agosto de 2010

JUAN FALU. RETRATO A MANO ALZADA. Un poema del Tata Herrera.



Juan es pájaro secreto:
Investido hombre,
entre hombres, pájaro doliente.

Miro sus manos -digo sus alas-
posar sobre guitarras.
En una estela egipcia
descubro su perfil de ave.

Si agitan las tormentas,
trocado chajá, remonta
más allá de las nubes
para cantarle al sol.

Mirame Juan,
para verme con tus ojos,
le dijo un ciego en El Bajo;
de la mano de Lucho,
busca refugio entonces
en el capullo aterido
de los bandoneones náufragos.

Espero que duerma
para auscultarle:
en la jaula del pecho
-allá muy hondo-,
un rumor de zambas, de vidalas...

(¡Lo sabemos tan poco,
analfabetos en pájaros!)

martes, 6 de julio de 2010

CABALGANDO RIOS CAPAYANOS. Un relato del Tata Herrera.

   Los ríos de mi infancia, de mi adolescencia, los hondos ríos cuyo cauce eran caminos, caminos para transitar a pie o de a caballo, o de yacer sobre algún banco de arena usando una piedra trocada gema por el rodar milenario desde vaya a saberse qué altura de los cerros del Ambato, pronta a servir de fresca almohada. Cerro-padre cuyas lomadas descienden en cascadas hacia el valle expandido, y en cascadas rumorosas, musicales, transita el agua, por entre pulidos granitos gigantes, ornados frecuentemente de hoyuelos, morteros gestados por el afán molendero de vainas y granos de los padres capayanos, morterillos convertidos tras las lluvias oferentes cuencos donde beber un néctar celeste con olor a piedra y rayo; aguas las de mis ríos, con gracejo de muchacha descalza, bordando randas de espuma a la vera de sus vestidos traslúcidos, por entre piedras que les rinden culto cual inmóviles, eternos enamorados. Ríos decimos con ánimo exaltante: en realidad, arroyos, gárrulos arroyuelos nacidos en los veneros de los ojos-de-agua, nutricio llanto sin pausa, surgente desde párpados de roca y cejas de menta serrana. Agua en la que el paladar sediento percibe el relente lejano de la menta originaria.
   Mi sed me distrajo. En verdad, hoy vengo a memorar los ríos de la sed, de sed acumulada a lo largo, a lo largo dos o tres inclementes años, ríos más secos que paladar de serpiente, bordeados, enmarcados por altos barrancos, desde los que pende la urdimbre desaliñada de raigones de algarrobos, talas, cebiles, sacha quebrachos, quebrachos blancos, mistoles, chañares, garabatos...
Aquella piedra-gema trocada almohada, es desde donde contemplo el cielo que como otro río de luz parece conducir los barrancos, cielo inmaculado, escrito de a ratos por la fugaz carbonilla de un jote, la verde llamarada de una bandada de calancos que se pierde junto al acre coro de su escándalo, y ahora, ahora, la gracia alada de una tijereta que detiene su vuelo, y allí se queda tremolando sus alas sin adelantar un jeme, como suspendida por invisible hilo, observando, de juro, cual curiosa muchacha, este raro animal allí yacente, inmóvil, hasta que cortando el hilo invisible con la tijera de su cola que de timón le vale, se pierde tras el verdor de la fronda de un tala, y me deja, me dejo, correr una lágrima de gratitud enamorada.
   Tiendo la mirada atrás, sí, a escasos dos pasos veo a mi Bayo –al que tanto he cantado-, silente, sin osar siquiera tascar el freno, tambien embebido, transido por el sacro misterio de este templo serpenteante, donde todo rumor nos llega desde el pecho del cielo, toda voz llega aquí de lo alto. Sí, mi viejo Bayo, son de Pan o de un Fauno indígena, ese sello bisulco que en la arcilla impreso descubrimos hace un rato. Me yergo para verme espejado, nítido y pequeñín en tus ojos trasunto de tu alma insondable, insondable como el alma del Todo, este Todo ante el que se rinde nuestro corazón pagano. Aparceros del silencio, recibimos aquí, más cercana a la emoción que al intelecto la lección de caudalosa armonía de la naturaleza que nos tiende su mano.
   ¿Recuerdas hermano que solía arrodillarme ante tu encuentro, abrazando tus brazos para uncir mi pabellón a tu pecho y auscultar el musical mensaje de tu corazón en sístole y diástole? ¿No es acaso cierto que acompasaba mis latidos al de tu grande corazón de caballo?
   ¡Cuánto me cuidabas! Si habrás velado mi sueño cuando de tu montura hacía cama, y si tu roznar no era suficiente para quitarme de la hondura de mi sueño de muchacho, rozabas con tu belfo aterciopelado mi pie desnudo, alertándome del peligro de una víbora cercana que a tundir de cascos espantabas, o cuando tu olfato certero venteaba la vecindad del puma.
   Tuviste la piedad aquel invierno de no alertarme de que ibas a emprender solo el insondable viaje. Estaba en la ciudad con mi añoranza; sabes que hubiera deseado estar a tu lado, y cavar tu lecho postrero con mis manos. De regreso a la cuna capayana, por vez primera sin las albricias de tu compaña, lloré asido a las rodillas de mi padre, clamando porque exoneraran del galpón de la casa tu piel, tu piel de mies madura, tu piel de miel, ¡tu sacra piel, hermano! Pasaron cincuenta años, y créeme, son adolescentes las lágrimas que hoy surcan mi cara.
   Pero, de nuevo nos distrajimos: Hoy nos reunimos para memorar nuestras andanzas por los áridos ríos capayanos, más cercanos que nunca al corazón de la Tierra, por percibir los perfumes que esconde bajo su manto. El olor de las raíces todas, tan únicas, y distintas, descubriendo nosotros la entidad de ese otro árbol tan verdadero y elocuente, gracias a cuyo empeño son posibles los mimados del sol, la lluvia, el rocío; los que prestan el encordado de sus ramajes para que propale su canto el arpa de los humores del aire. Y, claro está, residencia de ese que conduce hacia la cuarta dimensión nuestros sueños: El canto alado. ¡Cuántas veces prestaste a sus cultores tu lomo propicio a servirles de peaña o atalaya!
    Nos vamos poniendo viejos, hermano. Cuando nos pregunten cómo estamos, responder debiéramos como el anciano herrero Maturano, aquel manso Vulcano: ¡Pa´tras nomás, carajo!
    Efímeros somos como luz de luciérnaga enjoyando alfalfares. Pero, compañero, vivo estás en mi pecho agradecido desde hace medio siglo. Soñemos con que mis pobres palabras nos donen un humilde remedo de eternidad. Ello no inhibe mi anhelo de unimismar mi polvo al tuyo un día no lejano.

Un tarde de octubre de 2002.